Desde agosto de 2018, la República Democrática del Congo está atravesando la segunda peor epidemia de ébola de la historia. Según datos de la Organización Mundial de la Salud, se han dado más de 3.200 casos, de los cuales solo poco más de 1.000 han sobrevivido. Con unas cifras así, es lógico que cunda el pánico entre los habitantes de las provincias afectadas, que no solo deben evitar contagiarse, sino también enfrentarse a un día a día en el que los conflictos armados son más que frecuentes.

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El mayor problema viene cuando ambas cuestiones se mezclan entre sí. Aunque sigue tratándose de un virus con tasas de mortalidad muy elevadas, los centros sanitarios cuentan con algunos tratamientos experimentales que están dando muy buenos resultados, especialmente cuando se consigue un diagnóstico temprano. Pero, por desgracia, no siempre es fácil acceder a él, por miedo a los grupos armados que recorren las calles y que, en muchas ocasiones, dirigen su violencia a las personas dedicadas a atender a los pacientes. Esto último, en realidad, es el resultado del miedo y la desconfianza, dos sensaciones que, mezcladas, pueden ser más dañinas que las guerras, especialmente cuando hay epidemias de por medio.

El virus de la desconfianza

A veces los seres humanos tendemos a autosabotearnos, sin ni siquiera ser conscientes de que lo estamos haciendo. Disponemos de vacunas, que nos ayudan a prevenir enfermedades antes mortales, y tratamientos muy eficaces, contra patologías que hasta hace unos años resultaban incurables. Sin embargo, muchas personas siguen confiando en la homeopatía y otras terapias sin evidencia científica, o dejando a un lado las herramientas más eficaces, excusándose en las premisas de movimientos sin sentido, como el antivacunas.

No es extraño que este tipo de problemas se crezcan exponencialmente en un país en mitad de un conflicto armado, como el Congo. Durante esta epidemia, que ha supuesto el décimo brote en solo cuarenta años, se ha generado una gran desconfianza en torno al ébola. Muchas personas creen que en realidad la enfermedad es un invento de los médicos, locales y extranjeros, que pretenden sacar tajada económica de ello. No difiere demasiado de quienes creen que la quimioterapia o las vacunas son tratamientos innecesarios, desarrollados por las farmacéuticas para llenar sus bolsillos a costa del paciente. El problema es que, en estos casos, el recelo despierta movimientos violentos, como el reciente asesinato de Papy Mumbere Mahamba, un periodista que acababa de poner en marcha un programa de radio dedicado a concienciar a los congoleños sobre las medidas de prevención del virus. El hombre fue atacado en su casa, en la ciudad de Lwebma, donde se encontraba junto a su mujer, que también resultó herida. Después, según informa BBC, prendieron fuego al edificio.

No es el primer ataque violento de este tipo. Se han denunciado numerosos casos de incendios en centros sanitarios y sedes de ONGs, así como ataques a médicos, enfermeros y otros profesionales, relacionados de algún modo con el tratamiento y la prevención del virus. En mayo de este año, por ejemplo, se refería en un reportaje de National Geographic el asesinato de un policía que protegía las instalaciones de un centro médico, en Butembo.

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Afortunadamente, otras muchas personas del país sí que han depositado toda su esperanza en la ciencia. Al fin y al cabo, es la única capaz de combatir a un enemigo tan fuerte como el ébola, pero ni siquiera el mejor de los soldados puede ganar una guerra si las personas a las que debe salvar le impiden avanzar.

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