Una simple pegatina de plástico con un circuito de aluminio. Gracias a este sencillo elemento podemos localizar un palé, una caja, un vehículo, un libro o cualquier objeto o producto dentro de un recinto pequeño o en una gigantesca nave de almacenamiento. La tecnología RFID, acrónimo de Radio Frequency Identification o identificación por radiofrecuencia, parece a simple vista de lo más sencillo, y ateniéndonos a su funcionamiento lo es. Simple, barato y más eficiente que los clásicos códigos de barras, ya que no requiere estar a la vista para que el lector detecte la etiqueta RFID.

La tecnología RFID lleva entre nosotros prácticamente un siglo, pero no fue hasta los años 60 del siglo pasado que fabricar etiquetas RFID era lo suficientemente barato como para implementarlas por doquier. Desde entonces, esta tecnología se emplea en todo tipo de sectores industriales y de servicios como sistema antirrobo, gestor de inventarios, localizador personal, control de acceso, etc.

Comercios, almacenes, edificios de acceso restringido, localización de mascotas… Los usos más innovadores de la identificación por radiofrecuencia se centran en los servicios de telepeaje, lectura de sensores sísmicos, llaves inteligentes para vehículos, tarjetas inteligentes de transporte público y no es descartable que las carreteras inteligentes del futuro implementen el RFID como opción barata y fácil de implementar. Algunos entusiastas de esta tecnología incluso la emplean en forma de implantes para sustituir llaves, tarjetas u otros elementos de identificación personal.

Emisor y receptor

Cuando Claude Shannon ideó el famoso esquema de la comunicación que todos hemos aprendido en la escuela, instituto o universidad, dio en el clavo en cómo funcionan la práctica totalidad de tecnologías que nos rodean. El transmisor envía un mensaje a través de una señal que recibe el receptor o destinatario.

En radiofrecuencia es literalmente así. Una fuente emisora envía el mensaje en forma de ondas de radiofrecuencia y el receptor las detecta y traduce. En el caso de la identificación por radiofrecuencia o RFID, la etiqueta RFID hace de transpondedor, formado por una antena, un transductor y un chip que contiene la información. El lector de RFID o transceptor detecta la etiqueta y recibe la información. Y aunque las etiquetas RFID más frecuentes son de solo lectura y pasivas, las hay también de lectura y escritura e incluso las hay activas.

Ejemplos de uso de etiquetas y chips RFID. Fuente: Arduino

Las primeras, pasivas, no requieren de fuente de energía para funcionar, simplemente devuelven la señal cuando el lector conecta con ellas. De ahí que sea tan barato fabricarlas: una sencilla pegatina de plástico PET con un circuito de aluminio que incluye el chip y la antena en un espacio diminuto que podemos colocar en cualquier objeto o elemento.

Entre sus muchas ventajas, el sistema de identificación RFID se ha abaratado muchísimo con los años hasta el punto de que cada etiqueta cuesta unos pocos céntimos. Además, implementarlo es muy fácil y no tiene los inconvenientes de sistemas como los códigos de barras, que deben estar a la vista para poder ser leídos por el lector. Las etiquetas RFID, en cambio, pueden leerse a distancia aunque no sepamos dónde están colocadas.

Un origen de lo más variado

No hay un padre o madre únicos de la tecnología RFID, si bien se suele hablar de la Segunda Guerra Mundial como punto de arranque en el desarrollo de esta tecnología, principalmente por el impulso que recibió una tecnología prima hermana como es el radar, descubierto en 1935 por el escocés Sir Robert Alexander Watson-Watt. Pero, claro, el radar no deja de ser un sistema de identificación algo tosco, ya que no diferencia los objetos entre sí y, en el caso de la guerra, no te dice quién es amigo y quién enemigo.

Con todo, durante la segunda Gran Guerra, alemanes e ingleses probaron con sistemas que se parecían mucho a lo que ahora conocemos como RFID pasivo y RFID activo. En el segundo caso, los aviones británicos tenían un transmisor que devolvía la señal cuando contactaba con ellos el radar aliado. Este sistema era conocido como IFF, acrónimo de Identify Friend or Foe o Identificar Amigo o Enemigo.

Pero si queremos ir al origen más remoto en el tiempo de la identificación por radiofrecuencia, tenemos que trasladarnos a los años 20 del siglo XX. En el archiconocido MIT, Massachusetts Institute of Technology, se trazaron los primeros esbozos de la tecnología RFID como forma de comunicación entre robots. Repito, todo esto en 1920.

Etiqueta RFID. Fuente: Dreamstime

Curiosamente, a día de hoy, en el MIT se sigue investigando sobre las implementaciones del RFID para facilitar la comunicación entre robots y que ejecuten acciones de manera precisa y rápida tanto en la industria como en misiones de búsqueda y rescate mediante drones. El proyecto más ambicioso a este respecto se llama TurboTrack y es muy prometedor.

Acabada la Segunda Guerra Mundial, las innovaciones tecnológicas y científicas derivadas de este conflicto de alcance mundial se fueron implementando y perfeccionando en el ámbito científico y en el comercial durante las décadas de los 50 y los 60. Un ejemplo que ha llegado a nuestros días fue la implementación de las etiquetas RFID que todos hemos visto si hemos comprado en grandes almacenes, un método antirrobo fácil, barato y efectivo.

En los años 70 del siglo XX aparecerán las patentes relacionadas con la tecnología RFID. En 1973, por ejemplo, Mario Cardullo patenta en Estados Unidos las etiquetas RFID activas con memoria de lectura y escritura. Y en 1983, Charles Walton patenta un RFID pasivo aplicado a abrir puertas sin llave, algo a lo que estamos acostumbrados a usar en hoteles de todo el mundo.

La frecuencia adecuada

Si hablamos de radiofrecuencia, tenemos que hablar de hercios, su unidad de medida. Para hacernos una idea, el espectro de radiofrecuencia se sitúa entre los 3 hercios y los 300 gigahercios. Pero, claro, el principal problema es que en este espectro se mueven distintas tecnologías como la radio comercial o las comunicaciones por radio, la televisión, la telefonía móvil, el Bluetooth, el Wi-Fi, la localización GPS, la tecnología ZigBee, la radioafición y un largo etcétera.

Las etiquetas RFID pueden emplear baja frecuencia, alta frecuencia o incluso frecuencia ultraalta. Sin embargo, no hay una normativa internacional que delimite y normalice su uso sino que cada país tiene su propio organismo, como la Comisión Federal de Comunicaciones en Estados Unidos. En Europa, depende de varios organismos europeos y de la ratificación por parte de cada país miembro. Con todo, existe una organización internacional llamada ITU-R, cuyo acrónimo en español significa Unión Internacional de Telecomunicaciones y de la que forman parte los organismos de cada país para intentar llegar a un consenso.

Rollo de etiquetas RFID UHF. Fuente: Somohano USA

Por regla general, las etiquetas de baja frecuencia suelen moverse entre los 30 y los 500 KHz. Son las más baratas de hacer e implementar, si bien su alcance de lectura es más corto. Las etiquetas RFID de alta frecuencia se mueven entre 850 MHz y 950 MHz y 2,4 GHz a 2,5 GHz. Son más costosas pero su alcance es mayor y la lectura y detección son más rápidas.

Comercio, transporte y logística, seguridad, pagos, identificación de productos y animales, hospitales, bibliotecas y museos… La tecnología RFID tiene cabida en prácticamente cualquier ámbito que requiera identificar y localizar algo o alguien, y si bien tenemos tecnologías más modernas, aunque emparentadas, como la localización por GPS o las conexiones 5G y Wi-Fi, en la balanza coste-beneficio la identificación por radiofrecuencia sigue siendo una de las más eficientes. Una tecnología con un gran pasado a sus espaldas y con un futuro prometedor repleto de usos y aplicaciones en los que hoy tan solo se empieza a investigar.