Desde Drácula hasta los protagonistas de la popular saga adolescente de Crepúsculo, los vampiros gozan de gran fama entre el público de todo el mundo. No obstante, hubo un tiempo en Europa en el que estos seres de las tinieblas no vivían recluidos en la ficción: el vampirismo fue un asunto de primer orden que marcó la agenda política, científica y teológica del siglo XVIII.

“Aunque los primeros testimonios sobre vampiros que se conservan datan del siglo XVI en Grecia, el miedo real a estos seres irrumpe y se expande por toda Europa durante el Siglo de las Luces”, cuenta el investigador del Departamento de Filología Griega y Latina de la Universidad de Sevilla Álvaro García Marín, autor del libro Historias del vampiro griego (CSIC, 2017).

“Los primeros casos de vampirismo se registran a partir de 1718 en una pequeña franja de territorio que ahora pertenece a Serbia. Los lugareños están convencidos de que todos sus males y enfermedades son debidos a una epidemia de vampiros y amenazan con abandonar el pueblo en masa. Para no perder contribuyentes, las autoridades intervienen haciendo lo que se les pide: desentierran cadáveres, hacen autopsias y queman a los muertos para que no se levanten”, añade.

Estos extraños sucesos, que quedan registrados en informes, se filtran a la prensa en 1732 y acaban llegando al gran público. El vampirismo se convierte así en tema de actualidad y genera un debate global en el que participan sabios, religiosos y hasta filósofos como Rousseau y Voltaire —el primero habla sobre el tema en una carta abierta al arzobispo de París que data de 1763 y el segundo le dedica toda una entrada de su diccionario filosófico de 1772—.

Es entonces cuando los científicos alzan la voz para acabar con el misterioso fenómeno que aterra a la población.

“Ellos intentan explicar y destruir la idea del vampiro a través de la medicina. Es decir, tratan de demostrar que los muertos no pueden volver a la vida”, cuenta el filólogo.

Para ello, en primer lugar, analizan las señales y las marcas de los cadáveres acusados de levantarse de su tumba. Fenómenos como el crecimiento anormal de las uñas o el pelo, la incorrupción del cuerpo o su hinchazón se achacaron a causas naturales como la falta de humedad, la calidad del aire o del terreno en que se hallaba enterrado.

“El objetivo era encontrar una explicación física para no recurrir a lo sobrenatural. Al hacerlo, apaciguan el temor de la gente y logran expandir la fama de la ciencia y dominar el discurso sobre la muerte, que estaba siempre unido a la religión”, señala el investigador.

“La Iglesia católica también se siente muy interpelada por la cuestión porque entra en conflicto con algunos conceptos de la propia religión. El vampiro no deja de ser la idea del muerto que volvía a la vida, como una parodia de lo que pasó con Jesucristo. Por eso, intentan desmentirlo a través de la fe, pero no tienen el mismo éxito que la ciencia”, añade el filólogo.

Vampiros que no se alimentan de sangre

García Marín cuenta que la figura que hoy predomina en el imaginario colectivo y en la ficción no se parece demasiado a la que irrumpió en la Europa ilustrada. Los vampiros antiguos eran muertos que, al haber cometido la transgresión de una norma, generalmente religiosa, que afectaba a la cohesión de la comunidad, no se descomponían ni seguían el camino hacia el más allá.

“Para la gente de la época, estos cuerpos podían levantarse de la tumba, generalmente de noche, para causar mal al resto de la población. A veces estrangulaban a la gente y en otras ocasiones se les culpaba de algunas enfermedades. Pero no chupaban sangre ni tenían los colmillos largos”, sostiene el experto.

Esa conocida característica llegaría unos siglos después impulsada por el éxito global del Drácula del escritor irlandés Bram Stoker (1897), que construyó un monstruo a capricho, cogiendo elementos del folclore y añadiendo otros nuevos.

“Hace siglos, el hecho de que chuparan sangre no era una creencia general, sino más bien marginal que pudo darse en algún lugar”, dice el experto.

“Aunque también hay un texto que pudo haber influido en la difusión de esta característica. En el año 1732 un autor satírico publica el texto Polytical Vampyres en la revista Craftsman. En el artículo, el escritor se refiere a la clase política dirigente de entonces como vampiros que chupan la sangre de los ciudadanos al imponer unas tasas excesivas. Esa imagen se va a generalizar”, añade.

Gary Oldman como Drácula en la película de Francis Ford Coppola de 1992

Monstruos de la cultura pop

Chuparan o no la sangre, lo cierto es que siempre eran representados como figuras terroríficas. Esa constante, sin embargo, cambia en parte tras el éxito de la saga Crepúsculo, donde se representa a estas criaturas como atractivos adolescentes de piel pálida y brillante que seducen a los mortales pero no se los comen. ¿Los vampiros ya no dan miedo entonces?

“Es cierto que se ha convertido a la criatura en un mito de la literatura y el cine con aspectos muy distintos. Pero no se ha acabado con la creencia folclórica fuera de la pantalla y recientemente ha habido casos de gente que vivía con miedo a un vampiro real”, responde García Marín.

Uno de los últimos casos que aparecen en su libro se registró en Serbia en el año 2009. En la localidad de Gornje Stopanje, en Leskovac, circulaba la noticia de que había una de estas criaturas en el pueblo que hizo que la gente se encerrase en sus casas entre el crepúsculo y el amanecer. Los vecinos les pidieron ayuda a los sacerdotes para que alejaran ese mal con sus rezos.

“Aunque estos sucesos son principalmente anecdóticos, vemos que en pleno siglo XXI se sigue recurriendo a la superstición para explicar lo que se desconoce. Sin duda, ante esto lo mejor es recurrir a la razón y la lógica como ya hicieron los científicos contra los vampiros hace siglos”, concluye.

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