la forma del agua

Bull, Fox

El caso del cineasta mexicano Guillermo del Toro tal vez pueda considerarse el paradigma de lo que es un director querido por el público y en el mundillo cinematográfico pero de cuya obra, mal que nos pese, no podemos decir más que no ha sobresalido nunca demasiado, ni en una sola ocasión hasta la fecha, en contraste con la de sus compatriotas Alejandro González Iñárritu o Alfonso Cuarón. Siendo así, que **La forma del agua, nuevo largometraje del realizador y décimo de su filmografía, haya acaparado la friolera de trece nominaciones a los próximos Premios Oscar** no se comprende sino con suma indulgencia, la de quien opta por ignorar que tales galardones son los de la industria del cine hollywoodiense premiándose a sí misma, con lo que sus intereses económicos y de cualquier otro tipo puedan afectar a su criterio de selección de los nominados. Ahora bien, lo que de veras causa estupor es que se llevase el León de Oro en el pasado Festival de Venecia.

No obstante, no se le puede negar a Del Toro su categoría de autor, ya que se ha encargado de casi todos los guiones de las películas que ha dirigido, figura como productor de la mitad de ellas y ha demostrado poseer un estilo audiovisual concreto, bastante barroco, y unas predilecciones muy específicas como narrador cinematográfico. El problema reside en su traviesa tendencia hacia lo grotesco y lo cutre, en cuyas aguas fangosas se extravía a veces, no hila bien sus tramas y no concluye sus historias de la manera más natural, convincente u oportuna, y cuando sí consigue hacerlo, el resultado no remonta la pendiente de lo aceptable a falta de una mayor inspiración, y se queda en algo simpático casi siempre. Eso sí, justo es reconocer que no ha metido la pata nada menos durante los últimos catorce años, en seis filmes consecutivos.

la forma del agua
Bull, Fox

Comenzó en el largometraje con **Cronos (1993)**, una película simplona, de escasísimo desarrollo, inverosimilitudes hasta de puesta en escena y culto incomprensible, con la que dejó clara su debilidad por lo fantástico, lo tétrico y lo vampírico, además de “los insectos, la relojería, la maquinaria y los engranajes”, todo aquello por lo que alberga “una especie de fetichismo” según sus propias declaraciones. Ya en Hollywood, reincidió en ello con el terrorífico desastre entomológico de **Mimic (1997), lo peor y más desagradable que nos ha brindado hasta el día de hoy. Luego puso los pies en España para dirigir el atmosférico thriller sobrenatural de posguerra que es El espinazo del Diablo (2001), posiblemente su decepción más triste por su potencial, pues nos atrapa lo suyo en sus primeros dos tercios, con la alucinada secuencia de lo que cae de las alturas, y en el último tramo se hunde en los excesos y descarrila de forma lamentable.

Después, de vuelta en Hollywood, estrenó la acción vampírica y superheroica de Blade 2 (2002)*, el único filme que ha realizado en cuyo libreto no intervino, un absurdo argumental con unas coreografías de lucha mal rodadas y montadas luego de modo deficiente: en esto quizá le pudo la inexperiencia, pero todo lo inverosímil de la trama también se lo debemos al guion de David S. Goyer (Batman Begins). Con el siguiente, *Hellboy (2004), el carisma de su hosco demonio y sus entretenidísimas aventuras, se marcó un buen punto; pero lo más logrado en su haber es la española El laberinto del fauno (2006)**, que combina un drama terrible de la posguerra con una jugosa y visualmente elaborada propuesta fantástica, si bien el uno sufre de cierta arbitrariedad excesiva y de una obvia falta de matices, la otra no deslumbra del todo y el conjunto se descabalga de lo que podría haber sido.

**Hellboy 2: El ejército dorado (2008)** repite con éxito la fórmula de la primera; en la ciencia ficción de **Pacific Rim (2013), Del Toro se las apaña para que el estúpido planteamiento de robots gigantes batallando contra titánicos monstruos, tan popular en el cine japonés, no lo parezca; y con el terror fantasmagórico de La cumbre escarlata (2015), se decide por un ejercicio abiertamente gótico sin trascender de ninguna manera las costumbres del género. Por último, en La forma del agua (2017) encontramos su narración más meliflua y menos oscura y audaz de cuantas nos ha ofrecido, un cuento agradable, sin un reproche técnico, de exigua inquietud para los espectadores y con un vulgar tono de fábula**, consolidado por la partitura de Alexandre Desplat, en una blanda intriga monstruosa que empujaría a los amantes del romanticismo más común, bobalicón e indigesto a exclamar, inmerecidamente: “¡Qué bonito!”

la forma del agua
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Pero tampoco es cuestión de llevarse a engaño, pues nada de todo esto tira al filme por tierra en absoluto; sólo reduce sus posibilidades dramáticas a la mínima expresión y hace de él un producto más digerible para el público escrupuloso, que no podría tolerar las inflexiones perturbadoras a las que la trama daba pie, y para los seducidos por los modales más académicos y de menor valentía audiovisual, a los que no les molesta lo más mínimo que el romance sea casi una impostura caprichosa, cándida y mediocre, o que ninguno de sus personajes principales nos encandile, ni la Elisa Esposito de Sally Hawkins, ni el Giles de Richard Jenkins, ni la Zelda Fuller de Octavia Spencer, ni el doctor Bob Hoffstetler de Michael Stuhlbarg, ni siquiera el Richard Strickland de Michael Shannon ni, por supuesto, el hombre anfibio del habitual Doug Jones. En definitiva, La forma del agua se deja ver del mismo modo en que veríamos sin mayores reservas, esperanzas sublimes ni temores de incomodidad una obra carente de las pretensiones emocionales y artísticas de algo digno de ser premiado.