El novelista norteamericano **Stephen King publicó El juego de Gerald en mayo de 1992, dedicada a su mujer, la activista y también escritora Tabitha Spruce King, y a sus cinco cuñadas; y han tenido que pasar veinticinco años para que llegue una adaptación de esta historia claustrofóbica de secretos del pasado y horror psicológico por cortesía de Netflix y el cineasta Mike Flanagan*, que ya se había especializado en el género con ocho películas del mismo, entre ellas, Oculus (2013), Ouija: El origen del mal o Silencio* (2016), y a quien ha debido de encantarle hacerse cargo de este filme según la novela del maestro de Maine.
Su inicio, con un plano cenital bastante de agradecer y una canción alegre de las que se escuchan cuando el sol brilla y los pájaros cantan, sirve como un leve ejercicio de contrapunto, con un elemento que nos produce cierta inquietud y al que se añade otro en la siguiente escena, sin remarcarlos ni con simples pinceladas de la banda sonora y ni mucho menos con alguna clase de histrionismo; tampoco con brillantez, quede claro, pero sí con la sutileza adecuada, que es suficiente para advertirnos de que aquí se van a torcer las cosas en algún momento inesperado. Y se tuercen, vaya si se tuercen por completo.
Tras unos minutos con breves planos de detalle para que los espectadores evalúen y comprendan tan desesperada situación, uno de los elementos inquietantes retorna y, como en todo buen desarrollo dramático que se precie y que carezca de factores inútiles, precipita de pronto, a base de bien y con suma decisión el festival de anomalías, meninges estrujadas y alucinantes que le sigue y el ritmo y las palpitaciones se desbocan. Igual que la elocuencia del discurso en los diálogos, presumiblemente de King pero traída por Jeff Howard y el propio Flanagan, que nos arroja a la cara la realidad de las miserias conyugales o de pareja que ya había apuntado y las de otro parentesco, las de las mismas relaciones humanas, y aúpa de pronto el interés por la pesadilla que Jessie Burlingame, una esforzada y espléndida Carla Gugino (*Watchmen*), está viviendo.
Pero no nos tira sólo eso, sino también reflexiones sobre el temor, los demonios interiores, lo que ocultamos, la supervivencia y la mortalidad, y nos crispa un poco los nervios con algunas operaciones para evitar esta última que, en otras circunstancias, se realizarían fácilmente y en segundos, así como en la recta final. Y, por el enrarecimiento generalizado, la naturaleza de determinadas apariciones resulta ambigua y uno cree al principio que acabaría en manos del público decidir a qué atenerse respecto a ellas; pero se equivoca. Por otra parte, Bruce Greenwood (*Star Trek*), Henry Thomas (E. T.) y Chiara Aurelia (Agent Carter) están muy inspirados como el locuaz Gerald Burlingame, el manipulador Tom y la joven Jessi; y nos complace reencontrar aquí a Carel Struycken (La familia Addams) como Luz de Luna.
Su mayor error es sacarnos a mitad de camino de ese infausto dormitorio y su angustia, haga lo que haga la novela, pues rompe momentáneamente la claustrofobia y la aspiración del vilo en los espectadores; aunque sea para ahondar en los porqués del comportamiento de Jessie, que se podían abordar de otra manera. Por otro lado, el comprensible propósito de no caer en una fanfarria conduce a los hermanos Andy y Taylor Newton a una sobriedad excesiva en la banda sonora que, no obstante, se habrá debido a los deseos de Flanagan. Da la sensación de que, en manos de otro cineasta más talentoso y con mayor ingenio audiovisual, este trasvase al cine de El juego de Gerald podría haberse convertido en un auténtico peliculón.
Pese a sus limitaciones, el hecho es que no se trata en absoluto de un esfuerzo despreciable sino de una faena muy digna, que perdura en la memoria tras haberse sentado a contemplarla, con el fondo complejo del libro, un par de secuencias hipnóticas y un tramo final acerado y muy satisfactorio. Como también es indiscutible que Netflix y Mike Flanagan han sabido captar con lucidez, sin impedimento alguno, la esencia del terror en la obra de Stephen King, que no es de ningún modo epidérmica o frívola, sino que entraña siempre un agudo estudio psicológico, verdades emocionales y una profunda humanidad.