Que Netflix quisiera adaptar uno de los animes japoneses más valorados, el cual se basó a su vez en un manga, como es costumbre, escrito por Tsugumi Ōba y con los dibujos de Takeshi Obata desde 2003, es comprensible, ya que la compañía pivota en sus producciones entre los proyectos que pasan su filtro y los caballos que, con buenos jinetes, pudieran ser ganadores. El anime de *Death Note*, realizado por Tetsuro Araki en 2006 como serie televisiva, derivó luego en dos filmes de imagen real dirigidos por Shusuke Kaneko el mismo año, un extravagante spin-off del conocido Hideo Nakata en 2008, una nueva serie sobre la trama original pero con actores de carne y hueso con Ryô Nishimura y Ryûichi Inomata al mando en 2015, una continuación y una precuela de su historia como serie televisiva de Shinsuke Sato en 2016.
Y ahora llega la versión para Netflix del estadounidense Adam Wingard (Tú eres el siguiente, Blair Witch), que nos ha dejado muy fríos. Puesto que la fidelidad en las adaptaciones no es ninguna virtud porque jamás determina la validez del producto, su verdadero problema no es que hayan pasado olímpicamente de asemejarse mucho a la ficción primigenia y la hayan acercado más a la idiosincrasia de Estados Unidos, sustituyendo lo que a los guionistas Charley Parlapanides, Vlas Parlapanides y Jeremy Slater les ha parecido conveniente. Lo que ocurre es que han transformado una propuesta oscura, espinosa, compleja y fascinante en un argumento diminuto y pueril, de escasa magnitud provocadora e intelectualmente descafeinado.
De esta manera, han convertido en una disputa sin gracia de niñatos problemáticos e irascibles lo que originalmente era un duelo difícil y muy interesante, enrevesado en los vericuetos de sus deducciones lógicas, entre dos mentes privilegiadas, con la intervención de una tercera en discordia, la Mia Sutton de Margaret Qualley (*The Leftovers*), cuyo carácter no pude ser más confuso. Y ni varios giros de guion apreciables del último tramo bastan para hacernos perder de vista la superficialidad de esta adaptación, que recuerda en cierto modo a la de La Torre Oscura (Nikolaj Arcel, 2017) en ese sentido. Antes al contrario, acentúan la sensación de que los Kira y L. de este filme, a los que interpretan unos poco aleccionados Nat Wolff (Bajo la misma estrella) y Lakeith Stanfield (Atlanta), no están a la altura de las precisiones del conflicto dramático.
Sus enfrentamientos verbales carecen de la fuerza y la sugestión que deberían tener, por los encuadres elegidos y porque, pese a la excentricidad bien lograda de L., ninguno de los dos demuestra el suficiente carisma ni nos resultan tan listos o implacables como son en verdad por la endeble y contradictoria construcción de sus personajes. El histerismo del futuro Kira la primera vez que se tropieza con el shinigami Ryuk, cuya voz aporta un correcto Willem Dafoe (La última tentación de Cristo, El aviador), no se corresponde con la frialdad casi psicopática que esperamos de él, y por la pérdida del control de sus emociones que sufre L. a causa de cierto revés o lo frenético e impulsivo que le contemplamos más tarde a la carrera por las calles de la lluviosa Seattle, le perdemos el respeto debido, y la última e increíble tentación que le asalta al final remata la faena.
El vínculo pretendidamente tóxico de Mia y Light Turner, en el que se supone que se mezcla admiración por la firmeza en la cruzada de castigo y justicia emprendida contra los malhechores a lo ojo por ojo y diente por diente, sentimientos e impulsos pasionales, morbo enfermizo por el poder sobre la vida y la muerte y traiciones asesinas varias, no se entiende como tal por lo deslavazado que nos lo muestran; del mismo modo que la perversidad ingeniosa de Kira está en entredicho por su temperamento insulso a pesar de los maquiavélicos planes que lleva acabo, cuya inteligencia no sabemos muy bien de dónde procede.
Como Dafoe, Shea Whigham (*Boardwalk Empire, Fargo*) hace lo que puede en la piel del desorientado James Turner, al que tampoco le permiten una evolución digna de recuerdo. Por otro lado, podrían haberse lucido en la planificación visual de esa escena clave que es cuando Light encuentra el cuaderno de Ryuk, caído desde las alturas. Casi todas las muertes son grotescas, casi ridículas, similares a los peores momentos de la saga de Destino final (Final Destination, James Wong, David R. Ellis y Steven Quale, 2000-2011) y, desde luego, sin tanta elaboración. Y la secuencia de rápido montaje en la que se construye el imperio de la ley arbitrario de Kira resulta precipitada, excesivamente breve para lo relevantes que son los hechos revolucionarios que bosqueja, y la tan apetecible reflexión social que propicia se va por el sumidero de su propia irrelevancia. Como, en resumidas cuentas, **esta decepcionante adaptación de Death Note**.