La cultura se encuentra en las calles, en la realidad espontánea y desmaquillada, donde la pintura es provisional y el cambio es ahora.
Casi una década atrás, cuando mi país era todavía considerado como tal, una visita lejana movía multitudes llamadas al trabajo. Una cumbre en la capital que llevaba al gobierno a accionar sus fuerzas usuales: pagarle a su clase amada y multiplicada, los pobres, para maquillar la ciudad en un plazo semanal.
Un vacío blanco remodelaba las calles exactas donde una ruta de caravanas bajaría sus ventanas para deleitarse. «Al parecer el gobierno invierte lo suficiente en pintura» se comentaría en torno de burla.
Pero en un giro inesperado y ya a leguas de distancia, mientras los aviones regresaban a tierras lejanas, una nueva culturización estaba en camino para darle la bienvenida a los frescos lienzos que durarían apenas horas. Son las 5:00 a.m. y por alguna razón extraña me llevan temprano al colegio, ¿qué serán aquellas figuras encapuchadas que dedican las horas a símbolos alargados?
Claro está que la nueva revolución buscaría cautivar al público dejando un espacio vasto para las campañas electorales —que disfrutan implementando graffiteros a sus tácticas— y los penes ingeniosamente colocados.
Ese arte callejero que sólo habita en lo encomendado, empezaba a transformarse en un debate público cuando el mismo gobierno decidió conservar las piezas por "falta de presupuesto" y atentar contra el sentido pasajero del arte para mostrar más penes ingeniosos, e insultos bien ideados.
Arte callejero en Latinoamérica, eso fue lo que presencié, sin embargo la fotógrafa rusa Irina Brester está aquí para demostrarme que el Nuevo Mundo puede producir mucho más. Entre críticas sociales, obras que pertenecen en museos y símbolos culturales, cada país despliega sus colores en las calles y lo hace en un recorrido variado de calles inundadas de talento casi anónimo.