aleksandr skriabin

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El pensamiento que muchas personas admiten sobre la trascendencia de la muerte, como parte de un plan maestro o de un destino real e ineludible y con cierto significado que le da algún sentido, se encuentra en apuros cuando ocurre un fallecimiento concreto de lo más absurdo, ridículo e inopinado. Por ejemplo, cuando un individuo notable la diña de manera tonta y siendo que aún tenía mucho que ofrecer a la humanidad. Es el caso de Aleksandr Skriabin, gran compositor y pianista ruso que se fue al otro barrio a los cuarenta y tres años por un gesto tan normal que, si sus consecuencias fueran ahora posibles pese a la medicina de hoy, nos causaría escalofríos de sólo pensar en ello.

Vino al mundo en una familia aristocrática de Moscú el Día de Reyes de 1872. Su padre era militar, y su madre, una talentosa concertista de piano que murió de tuberculosis cuando él sólo contaba un año de edad, así que quien le introdujo en la práctica de la música fue Lyubov, su tía paterna, una pianista aficionada que le instruyó hasta que su padre volvió a contraer matrimonio, y le presentó a ese otro gran músico que fue Antón Rubinstein. A Sasha, como era llamado el pequeño Skriabin, le maravillaban los pianos y su mecanismo interno hasta el punto de que llegó a fabricarlos siendo muy niño y los regalaba después. Con sólo cinco años, improvisaba al piano y tocaba de oído, y en una ocasión trató infructuosamente de formar y dirigir una orquesta con otros críos de su entorno.

Por supuesto, asistía a los conciertos de la Sociedad Musical de Rusia y a las óperas del Bolshói, y recibió lecciones de piano nada menos que de Nikolai Zverev, el profesor del mismísimo Sergéi Rachmáninoff. En 1886, comenzó a destacar en sus composiciones; y más tarde, a partir de 1888, entró en el Conservatorio de Moscú, donde se hizo un prodigio aunque sus pequeñas manos le impedían mucho más de una octava, lesionándose incluso la diestra cierta vez mientras ejecutaba obras de Mily Balakire y de Franz Liszt. Recuperó el uso de la mano a pesar de que su médico aseguró que eso no ocurriría, y mientras no pudo utilizarla para arrancarle música a las cuerdas del piano, nos brindó otra partitura notable como “grito contra Dios, contra el destino”: su Sonata para piano número 1 en re menor.

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Aleksandr Skriabin y Serguéi Kusevitski en 1910 según Robert Sterl - Wikipedia.org

Se graduó en 1892 con una medalla de oro por su ejecución al piano, pero a falta de una asignatura de composición debido a las enormes diferencias de criterio musical que tenía con el profesor, el reconocido Antón Arensky, y la negativa de Skriabin a dedicarle ni un segundo a componer piezas de estilos que le traían absolutamente al fresco. Y en 1898, tras debutar en San Petersburgo como concertista de piano, viajar por toda Europa, casarse con la también pianista Vera Ivanovna Isakovich, con la que engendró cuatro hijos, y triunfar en sala Érard de París con un concierto, se convirtió en docente en el mismo Conservatorio de Moscú, acrecentando su reputación bien ganada, su incorregible ego nietzscheano y las partituras en su haber con más sonatas, preludios, conciertos y sinfonías.

Se integró en la Sociedad Filosófica moscovita, entabló amistad con el novelista Borís Pasternak en 1903, que describía su técnica así: “En cuanto oí los primeros sonidos del piano, tuve la sensación de que sus dedos producían el sonido sin tocar las teclas. Sus enemigos solían decir que eso no era tocar el piano, que parecía más un gorjeo de pájaros o maullidos de gatos. Su claridad espiritual se reflejaba en su manera de tocar…”. En 1904, nuestro compositor se trasladó a Suiza, se separó de Isakovich y se mudó a París con su ex alumna Tatiana Fiodorovna Schloezer. Luego, un mecenas le permitió viajar por Italia, Francia, Bélgica y Estados Unidos y dedicarse a la composición y los conciertos en exclusiva. Y, en 1905, el crítico musical César Cui señaló que el virtuosismo de mano izquierda de Skriabin sobrepasaba al de la otra.

Skriabin era sinestésico, es decir, sensaciones de diferentes sentidos interferían en su percepción, y en su caso, oía los colores, de tal modo que sus composiciones estaban sumamente influidas por esta circunstancia: relacionaba cada tono musical con un único color, y así ideó un sistema basado en el círculo de quintas del compositor ucraniano Nikolai Diletskii, que expone de manera geométrica la correspondencia de los doce semitonos de la escala cromática entre los tonos, e incluyó juego de luces a la ejecución de sus partituras. Además, cultivó la poesía y mezcló sus teorías musicales con la teosofía cuando residió en Bruselas entre 1909 y 1910, una pseudociencia religiosa de Jean Delville y la ya entonces difunta Hélène Blavatsky que pretende conocer a Dios a través del éxtasis espiritual.

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Estas ideas acabaron de trastornarle, y ya había desvariado suficiente afirmando que era más grande que Jesucristo y, seguro de su categoría de hombre milagroso, había tratado de emularle caminando sobre las aguas del lago de Ginebra, en los Alpes suizos, dándose un buen chapuzón y predicándole sus chifladuras a la tripulación del pesquero que le habían rescatado. Entonces, volvió a fijar su residencia en Rusia. Se fue de gira con el director de orquesta Serguéi Kusevitski por diversas localidades del país en la década siguiente, y se dispuso a la elaboración de una obra ambiciosa hasta el delirio, Mysterium, una monumental síntesis religiosa de todas las artes, con orquesta y coro, efectos visuales, danza, incienso, niebla artificial y pretensiones arquitectónicas, cuya puesta en escena durante una semana en el Himalaya significaría el colapso de la civilización y el surgimiento de un nuevo mundo con personas mejores: muy loco todo.

Pero solamente llegó a abocetar esta obra porque, durante un viaje a Londres, quiso eliminar una espinilla que le había brotado sobre el labio superior, entre el bigote, con tan poca maña que rompió la pared protectora interna del grano de acné, provocando que el pus lleno de estafilococos que tenía se internara en su torrente sanguíneo, envenenándolo así, es decir, causándole una sepsis que acabó con su vida en abril de 1915**, de vuelta en Moscú, porque en aquella época carecía de un tratamiento eficaz. Y es que las venas que transportan la sangre a la cabeza pasan por la nariz y los alrededores de la boca, y las infecciones pueden propagarse más fácilmente si las usan de autopistas.

De este modo tan trivial, un comportamiento que se asocia con la adolescencia, perdimos a este compositor posromántico al que se considera uno de los más innovadores de la historia, influenciado por Frédéric Chopin y Lizst, admirado por Rachmáninoff y el también compositor Sergéi Prokófiev, despreciado en Occidente durante los años treinta del siglo en que falleció y, más tarde, rehabilitado y versionado con gran éxito por Vladimir Horowitz, Sviatoslav Richter o Glenn Gould, entre otros pianistas de renombre. A su muerte le sobrevivieron casi todos sus hijos, pero el más talentoso y parecido a su padre, Julian, que también había sido un precoz compositor de piezas para piano, se ahogó en 1919, con once años, en las frías aguas del río Dnieper a su paso por Kiev. Como la de Aleksandr Skriabin, una muerte absurda y sin ningún sentido.

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