Hablar del muralismo mexicano hoy no es lo mismo que durante su auge. Es decir, hoy, en la segunda década del siglo XXI, se le aprecia como una expresión admirable, como un "precioso legado"; sin embargo, y aunque esto no deja de ser cierto, el desarrollo de este movimiento artístico de los años veinte y hasta mediados del siglo pasado se fundamenta en un México convulso posrevolucionario y una búsqueda feroz de identidad nacional.
El ambiente político y social que enmarcaron este movimiento no quitan un ápice a la belleza plástica, ni a el discurso popular, indigenista y campesinista que lo caracteriza. Sus máximos exponentes son una especie de generación dorada de artistas mexicanos que, como nunca, pusieron el nombre de México en alto y en el mapa.
En los inicios del muralismo, México se encontraba apagando los fuegos de la Revolución; desprendiéndose de la identidad europeizada del Porfiriato que alcanzaría a todas las artes y que lo alejaría tanto del pueblo mexicano tan... mexicano y plural. Este antecedente es importante para comprender el choque que haría el muralismo: traería al primer plano a los campesinos, al pueblo, a los indígenas, al pensamiento comunista, comunitario, (el poder del pueblo, vamos).
El muralismo pretendió alfabetizar al pueblo con imágenes sobre la lucha popular, el humanismo y señaló a un par de tiranos como causantes del yugo en el que la mayoría de los mexicanos, los de a pie, se encontraban: la Colonia y la Iglesia. Ambas, partícipes de la conquista física y del alma, son mostradas en el muralismo como perpetradoras de crímenes; como candados para el pensamiento y como opresores de un pueblo de profundas raíces indígenas y mestizas hasta entonces anuladas, borradas, ignoradas.
Los buenos murales son realmente Biblias pintadas
y el pueblo las necesita tanto como las Biblias habladas.
Hay mucha gente que no puede leer libros, en México hay muchísima.
— José Clemente Orozco
Cuándo José Vasconcelos se convirtió en el primer Secretario de Educación en 1921, el índice de analfabetismo alcanzaba el 80% de la población; cifra por demás alarmante. Así, durante su gestión, a la par de la propia misión de esa época posrevolucionaria, señalada como «de construcción de instituciones», Vasconcelos promovió grandes cambios en la educación, así como en las artes que, directamente, influirían en la creación de este movimiento al ceder espacios y recursos a sus exponentes.
Así, José Vasconcelos patrocinaría al mismísimo Dr. Atl (Gerardo Murillo), quien es señalado como el padre del muralismo. El Dr. Atl invitaría a trabajar a jóvenes artistas que harían del muralismo la expresión que conocemos: Roberto Montenegro, Ramón Alva, José Clemente Orozco, Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, entre otros.
El muralismo se divide en tres etapas, las cuales se identifican por su intención narrativa y los recintos en los que se plasmaban estas obras de gran formato. La primera comprende de 1921 a 1934, justo cuando Vasconcelos inicia su ambicioso proyecto cultural y educativo. En esta primera etapa del muralismo se abordaron temas relacionados a la naturaleza, la ciencia y la metafísica. De esta se identifica, por ejemplo, El árbol de la vida, que se encuentra en el ex Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo, hoy Museo de la Luz, de Roberto Montenegro.
La segunda etapa es, quizá, la más representativa de este movimiento. Es donde los "tres grandes": Rivera, Siqueiros y Orozco, harían las obras más representativas del mismo; donde el discurso que lo caracteriza estaría presente más que nunca y, como describiera Carlos Monsiváis: ayudó a configurar la imagen de un país unificado y a difundir los ideales del México posrevolucionario. En el ensayo *El muralismo: la reinvención de México* del mismo Monsiváis describe la disparidad de aceptación que este movimiento generó en México y la lucha de los mismos autores al forjar sus obras.
Para su tercer etapa un sinnúmero de lugares (hoteles, escuelas, bancos) encargaron a distintos artistas la creación de murales; el discurso de la etapa anterior se diluiría y daría paso a temas más generales y personales de los propios creadores. Esta etapa comprende hasta 1954, año en el que se considera que el muralismo como movimiento termina.
El muralismo mexicano no se quedó en México, sus más grandes exponentes saldrían al extranjero a llevar su discurso social y humanista junto con su inigualable plástica. Es por esto que se le considera como una expresión que hablaría de la identidad mexicana y de México.
El legado precioso de este movimiento nos queda y, como decía al principio, pese a toda la complicación de su nacimiento y evolución, nadie se atrevería hoy a negar su belleza plástica y su importancia. Es, sin duda, un patrimonio que se alberga con gran admiración por su belleza y por ser la muestra de una época que abrigaba el anhelo de un México moderno, humanista y liberado de las cadenas del pasado. ¿Qué pintarían hoy Orozco, Rivera y Siqueiros de enterarse del México actual?