Conforme la humanidad acumula conocimiento y matiza sin cesar el que ya habíamos adquirido, **vamos derribando ideas erróneas, muchas veces preconcebidas, que son incapaces de tenerse en pie a la luz de las nuevas evidencias**. Esto ocurre de forma habitual con la dinámica del método científico y la aplicación de la lógica, y gracias a ellos, en la historiografía. Relatos y descripciones del pasado que muchas personas han asumido como ciertas durante siglos, como gran parte de las fábulas bíblicas, la leyenda negra de la conquista americana o los mitos fundacionales de las naciones, caen bajo el peso de lo que descubren miles de ojos que escudriñan.
Uno de los últimos casos que más nos ha sorprendido se refiere a **un arma medieval que, por haberla visto montones de veces en ilustraciones, películas y series de televisión o haber leído novelas históricas en las que aparece, todos creíamos que era real**, que verdaderamente se había blandido en el Medievo. Pero ahora, con casi total seguridad, podemos decir que estábamos equivocados.
Copiando armas salidas de la imaginación
Salvo aquellas personas de veras interesadas en el asunto, pocos de nosotros estábamos al tanto de que esta supuesta arma medieval tan reconocible se llama mayal militar y, básicamente, está compuesta por un mango corto unido a una o varias cadenas que terminan en una bola de metal, quizá con simpáticas púas o pinchos en ella. No hay que confundirlo con el verdadero látigo de guerra, proveniente de una herramienta campesina utilizada para desgranar cereales, que además se agarra con ambas manos.
Según nos cuenta el historiador Paul B. Sturtevant, miembro del Instituto Smithsoniano, Kelly DeVries y Robert Douglas Smith señalaron en un ensayo de 1992, Medieval Military Technology, que no pocos historiadores modernos calificaban a este trasto como “una fantasía”. Por ejemplo, su otro colega Philip Warner, que no se había cortado un pelo y había dicho en Sieges of the Middle Ages, de 1968, que las muestras existentes de tal arma son falsas. Es decir, no sólo las de las colecciones privadas, sino también las que han estado expuestas en determinados museos, como el Metropolitan Museum of Art de Nueva York. Y hay varias razones para considerarlas así.
La primera es que su diseño es catastrófico: un arma de balanceo resulta difícil de controlar, hasta el punto de que verla escaparse de la mano, golpearse con ella uno mismo, o a los compañeros soldados en formaciones apretadas, sería lo más normal del mundo, y su cadena, fácil de romper. La segunda es que la forja de aquellos ejemplares que fueron analizados ha sido fechada a finales del Medievo, ya en la Edad Moderna e incluso en la Contemporánea, lo cual indica que los más antiguos y escasos pudieron ser un experimento, nunca utilizado en batallas por las deficiencias referidas; tanto como los posteriores, que habrían sido de lo más inútiles “en un mundo con pistolas y lanzas de veinte pies de largo”, tal como afirma Nickolas Dupras, un experto en armas y armaduras medievales.
Y si por si no fuera suficiente pensar en para qué querría el mayal militar un arcabucero, la tercera razón es que esta arma no consta ni en la literatura de tan larga época, crónicas incluidas, ni en los catálogos de arsenales conocidos; y en el primer mamotreto en el que aparece es el Bellifortis, de Konrad Kyeser, un manual ilustrado de tecnología militar elaborado a comienzos del siglo XV, finales de la Edad Media, en el que resulta indudable que el artista se dejó llevar por su imaginación y, según Sturtevant, hasta “se adentra en lo fantástico”.
Dicho todo lo cual, si los mayales militares no fueran un experimento sin uso ni presencia en batalla, a este historiador le parece que la otra posibilidad es la más plausible y la de mayor interés: que se traten de “invenciones de una imaginación artística activa, y que los ejemplos que tenemos sean artísticos u ornamentales”. Así que no sólo hablamos de un arma medieval que nunca existió, sino que, para rematar, las que conservamos probablemente son pretendidas copias de originales inexistentes. Lo sentimos mucho, entonces, por aquellos excéntricos medievalistas y sabelotodos de la historia militar a los que les gustase esta arma en concreto; el examen racional, tan fastidioso y destructor de ilusiones como casi siempre, ha hablado.