Hace ya dos meses que volví de Lesbos. Siempre me ha gustado escribir, pero por alguna razón que aún no alcanzo a comprender no he podido hacerlo hasta el momento. Ya allí, sobrepasada por el ritmo de “trabajo”, vi la imposibilidad de dedicar un rato todos los días para informar de lo que estaba viviendo. Al volver y reincorporarme al trabajo creí injusto contar las historias de unos y no de otros; a otras podría ponerlas en peligro si mencionase su nombre, y el poco tiempo disponible hacía difícil recordar y escribir las decenas de historias de las personas con las que coincidí durante mi período de voluntariado.
Y esa es la clave. Personas. Personas como tú y yo que se ven forzadas por las circunstancias a huir de un país destrozado por la guerra o situaciones más que insostenibles. Los peores comentarios que se pueden escuchar, y que incluso personas con responsabilidad pública realizan, siempre deshumanizan a los refugiados. Se habla de ellos como si no sintiesen, no llorasen, no riesen, como si no tuviesen una vida anterior muy parecida a la tuya, como si no amasen a los suyos…como si no importase que mueran dos mil, tres mil o diez mil más.
Una de mis compañeras voluntarias me bautizó como The Storyteller, e intentaré hacer honor a este sobrenombre contando mi historia propia y las de algunos de los que se cruzaron en ella durante las dos semanas que viví en Lesbos.
El principio
Aunque todo comenzó muchas semanas antes empezaré mi relato la mañana de Navidad, el día que mi compañero de viaje y yo llegamos al campo de refugiados de Moria. Habíamos contactado con una de las coordinadoras de voluntarios con antelación y nos habían asignado el papel de intérpretes de árabe en Offtrack Health, más conocida como la Medical Tent de Moria, donde los refugiados reciben asistencia sanitaria gratuita por parte de personal voluntario. Personas individuales e independientes de cualquier organización oficial de cualquier tipo, juntas por una causa. En poco tiempo me daría cuenta del gran contraste entre las grandes ONGs y lo que se convertiría en nuestra “casa” durante toda la estancia. Pero eso es otro tema, y nos encontramos pues la mañana del 25 de diciembre llegando a Moria Camp tras perdernos varias veces entre campos de olivos.
Una cosa es la falta de recursos, y otra la situación general de un lugar: en Lesbos encontré personas tremendamente educadas, amables y generosas
Habíamos leído mucho acerca de ese campo en concreto, y no era alentador. Parecía ser el que se encontraba en peores condiciones, y algunos comentaban problemas de inseguridad e incluso robos o acoso a voluntarias. Consciente de la manipulación de muchos medios, y habiendo viajado a lugares considerados poco seguros sin ningún tipo de problema, no presté demasiada atención. Y no me equivoqué.
Solo diré que no hay que confundir la falta de recursos que afecta al campo en concreto, o casos aislados (no niego que en algún momento alguien haya tenido problemas) con la situación general de un lugar; entre las miles de personas que allí malviven sin ningún tipo de recurso no encontré sino personas educadas, amables y que aprecian lo que haces, ya que se dan cuenta de que eres alguien como ellos que simplemente intenta ayudar todo lo que puede, y muchas veces ni lo consigue. La impotencia es algo con lo que luchas diariamente.
Otra de las cosas que acaban ocurriendo es la mimetización con el entorno, cosa que a mí me ocurrió nada más llegar. El campo de Moria tiene dos partes; la primera que vimos al llegar fue la “oficial”, que se compone de un recinto vallado donde se encuentra el Family Compound, antigua prisión donde los afortunados que llegan en familia tienen opción a dormir (a pesar de consistir en salas estilo barracón donde se duerme sobre mantas y cartones, con suerte en una litera y sin ella directamente en el suelo, es un alojamiento de “lujo” en Moria), las dependencias para registrarse y obtener el preciado documento que les permite continuar el viaje hacia otros países de Europa, tiendas de organizaciones como ACNUR y Médicos del Mundo, casetas de plástico y numerosas tiendas de campaña al raso para los que no han conseguido sitio en la antigua cárcel o las casetas.
En aquel momento no éramos muy conscientes de la estructura ni la organización del campo ni sabíamos a dónde dirigirnos, y al preguntar por la “Medical tent” nos dirigieron a Médicos del Mundo. Allí, antes de poder explicarnos, nos confundieron con refugiados y nos instaban a salir de la tienda, hasta que alguien nos escuchó y nos dijo que lo que buscábamos estaba “fuera”, en la parte no oficial del campo.
Allí se congregan todos aquellos desahuciados de todas partes en tiendas de campaña sobre el barro, principalmente hombres jóvenes y que llegan solos, de países como Afganistán, Irán, Marruecos, Libia o Pakistán buscando una mejora de sus condiciones de vida o huir de persecución por diversas causas en sus países de origen. Venir de estos lugares hace que no se les registre o que se les pongan muchas más dificultades, pues no se les considera refugiados (los únicos que huyen de una guerra son los sirios e iraquíes) y en poco tiempo se dan cuenta de que están atrapados en medio de la nada, sin poder seguir su viaje ni salir del campo sin riesgo a ser arrestados, encarcelados y deportados. La situación de los magrebíes, con los que traté especialmente por cuestiones lingüísticas, es especialmente alarmante.
Una situación paupérrima
Además de muchas decenas de tiendas de campaña e incluso, en los días con más desembarcos, mantas directamente en el barro, lo primero que vi fueron furgonetas, con las puertas traseras abiertas, que vendían zapatillas, tiendas de campaña, bebidas, sándwiches y snacks. Incluso una máquina expendedora en medio de la nada, con el cable enganchado Dios sabe dónde, que parecía haber aterrizado desde otro planeta y haber caído allí de casualidad. Como siempre, los buitres se acercan a aprovecharse de las desgracias de otros, y esto no iba a ser diferente, por toda la isla, principalmente en Mytilini, la capital, donde los refugiados cogen el ferry que les lleva a Atenas, carteles en árabe o farsi demuestran que Lesbos también se está enriqueciendo gracias a los refugiados a los que aún les queda algo de dinero.
Billetes de ferry, de autobús hasta Macedonia, alimentación, tarjetas SIM y ropa anunciada en carteles en árabe y dependientes que se han aprendido los números en ese idioma. Hay que tener en cuenta, sobre todo en el caso de los sirios, que no son las familias con menos recursos las que llegan a Europa, pues pagan sumas abusivas a los traficantes por el trayecto en barca (entre 1.000 y 2.000 euros por persona). La mayoría provienen de familias de clase media que gastan todos sus ahorros en un intento de llegar hasta aquí y poder vivir en paz. Muchos invierten todo en el viaje o son atracados con violencia en Turquía o en otros puntos durante su viaje, y al llegar a Lesbos se encuentran también en situación de pobreza absoluta.
Entre las tiendas de campaña y los improvisados comercios, los voluntarios han establecido en esa parte no oficial también una Food Tent, que da unas cuatro mil comidas tres veces al día (y siempre es insuficiente a pesar de que las raciones son pequeñas, pues hay que administrar bien: un vaso de plástico lleno de sopa o arroz, y a veces pan o un huevo duro), la Clothes Tent, donde se proporciona ropa seca proveniente de donaciones de toda Europa, la Tea Tent, que consigue calentar las manos y el estómago tanto a refugiados como a voluntarios y cuyo té chai es difícil de olvidar, una mezquita improvisada y siempre increíblemente impoluta para cubrir las necesidades espirituales de los habitantes de Moria y, justo al fondo, nuestra casa, la Medical Tent.
La Medical Tent
Al llegar nos recibió uno de los médicos con los brazos abiertos, pues los traductores siempre son bienvenidos. Tras unas breves presentaciones nos incluyeron en los turnos de trabajo, que permiten dar asistencia las 24 horas del día, a diferencia de las grandes organizaciones que dejan desamparadas durante toda la noche a las miles de almas que se hacinan allí; el resto del tiempo únicamente atienden casos graves o enfermedades que pudiesen causar epidemias.
Empezamos pues a desempeñar nuestra tarea de intérpretes y entramos en una dinámica que nos atraparía hasta la vuelta, el 9 de enero. Siempre hay alguien que necesita ayuda, siempre personas esperando atención médica, necesitados de alguien que hable su idioma y sobre todo que escuche y entienda, siempre alguien perdido que necesita que le acompañes, todos con hambre, con frío, con angustia, muchos aún en shock. Siempre, todos los días, tienes que decir muchas veces “no” porque no hay recursos, porque no das abasto, aunque a ti también te quema no poder darle comida a un niño, unos zapatos secos a un chaval (se les ponen recortes de mantas térmicas para aislar entre el pie y el zapato mojado), decirle a una mujer embarazada que tiene que dormir en el suelo porque ya se han agotado las 4.000 comidas, porque solo dan zapatos secos a los recién llegados de las barcas y da igual que diluvie, porque ya no hay espacio en ningún otro sitio.
Y ya el primer día te das cuenta después de más de 12 horas de que tú tampoco has comido, que también estás sucia y mojada, agotada, y tienes frío a pesar de llevar tres capas de ropa, y de que por mucho que hagas, vas a seguir teniendo que decir que "no hay". Porque no hay nada. Porque cuando acompañas de vuelta a su tienda a una mujer que va sola con sus tres hijos y le has conseguido un potito y un plátano milagrosamente, ves a otra en su misma situación que te los pide. Y cuando miras a la que ya empiezas a sentir como parte de tu familia preguntándole con la mirada “¿le damos algo?” te responde con los ojos que lleva viajando un mes; que recuerde que el pequeño está enfermo y ella lleva heridas de metralla, que casi se ahogan en el mar, y que puede que lo único que coman hoy sea ese puñetero plátano. Entre tres. Entonces, aprietas el potito como si fuese un tesoro (porque en ese momento, y allí, lo es) y le tienes que decir a la otra mujer que lo sientes, que no tienes más.
Es sorprendente lo rápido que te acostumbras a la escasez, al barro y la humedad constante y a historias que a muchos les pondrían los pelos de punta. Supongo que es un mecanismo que te permite continuar ayudando, pues si no sería insoportable psicológicamente.
Tragedias y milagros diarios
De decenas de esas historias se compuso mi viaje; tragedias y milagros diarios, muchos de ellos vividos en primera persona y otros muchos transmitidos por los pacientes de la clínica u otros habitantes de Moria, que se acercaban a mí para confesarme secretos, hablarme de su familia, del viaje hasta Lesbos, de lo que habían dejado atrás. He visto innumerables fotos de familiares, documentos por doquier, relatos truculentos de personas escondidas en el bosque viendo cómo mataban a sus compañeros para extraerles los órganos, incluso los mensajes de WhatsApp de los traficantes de personas avisando de que esa madrugada les recogerían en este o aquel lugar. Siempre me decían “pero esto es solo para ti, no se lo digas a los médicos, por favor”. Es sorprendente cómo, en pocos días, muchos se acercaban a la tienda médica preguntando por mí, por Sara.
Curar no es solo poner vendas y dar medicinas, también es saber sus nombres, transmitir la preocupación por ellos, darles esperanza cuando no la hay
Algunos llegaron a fingir tener tos o dolor de estómago solo por entrar y sentir que había alguien que se preocupaba por ellos, que no les delataba (muchos mentían sobre su nacionalidad, tenían miedo incuso de que los médicos les llevasen a la policía si no eran sirios) y que hacía lo posible por intentar sacarles una sonrisa cuando, desesperados, se echaban a llorar. En esos casos los llevábamos a la sala trasera, comprendiendo enseguida la situación, y los traductores nos quedábamos el tiempo necesario hasta que se calmasen. No hay palabras para expresar el orgullo que siento de haber podido trabajar al lado de médicos, enfermeros y traductores de esa calidad humana. Curar, y más en esas circunstancias, no es solo poner vendas y dar pastillas. Es saber sus nombres, que sientan que vas a hacer lo posible por ellos e intentar que haya siempre esperanza.
Es difícil en ocasiones mirarles y saber que esa etapa es sólo el comienzo de un viaje mucho más largo e infinitamente más duro, que la bronquitis que tienen hoy les puede empeorar por el camino, que las vendas que les acaban de poner se pudrirán porque están todo el día en el barro y que la diarrea que tiene hoy uno será contagiada a todos los miembros de su familia.
Las principales afecciones que presentan los pacientes son gripes y catarros por el frío, gastroenteritis, traumatismos causados durante el viaje, al bajar de la barca o por caerse en el campo de noche, y las omnipresentes heridas por púas de erizos de mar, que yo misma aprendí a sacar, pues es cuestión de paciencia y solo requiere una aguja hipodérmica y unas pinzas hasta haber eliminado toda. Realmente la falta de recursos y la rápida asimilación de las situaciones hace que hagas cosas de las que te creías incapaz.
Peor aún es la situación de enfermos crónicos que necesitan tratamiento para diabetes, asma u otros que se encuentran en muy mal estado por carecer de medicinas. Dramática, la de personas con congelación en los dedos, heridas por tortura o que necesitaban operaciones.
Otras historias simplemente son reflejo de lo que el ser humano es capaz de hacer por amor a los suyos e instinto de supervivencia. Una familia que consiguió viajar con su hijo adulto parapléjico, y lo único que quería era que le consiguiesen una bolsa, pues llevaba sonda. Un amigo pakistaní que pasó días cargando a las espaldas a su amigo de toda la vida que no podía caminar. Hijos cargando a madres ancianas o señores que acudían con una bolsa de plástico en el abdomen, tapando una herida abierta que no conseguía cicatrizar.
Y por todas partes toses, pies blanquecinos por la humedad, barro y un olor ácido a personas sin haberse podido duchar en mucho tiempo que solamente notas el primer día. Muchos se excusaban por esa inevitable falta de higiene, incluida una presentadora de la televisión iraquí de la que me convertí en fan al instante por su carácter determinado y sus ideas feministas, que nada más entrar avisó de que ella “no era así” y que su aspecto se lo debía al viaje y la enfermedad. Una coquetería que en ese contexto resultaba increíble, casi cómico. Al final acabamos riéndonos de ello.
Tres historias
Increíbles veo ahora, mirando atrás, las tres historias que me gustaría compartir aquí. Tres casos muy diferentes entre ellos pero demasiado parecidos a muchas de las historias que se escuchan a diario en Moria.
Para entender las primera, se debe saber que el hospital de Mitylini, el único de la isla, se encuentra a algo más de media hora de ese campo. Si algún paciente debe dirigirse allí, un voluntario que haya alquilado coche debe prestarse a llevarle, pues las ambulancias solo se mueven por casos de extrema gravedad y hay tres en toda la isla, lo que provoca esperas de casi una hora. Además, solo tienen derecho a acudir a urgencias los que ya dispongan del preciado documento de registro. Si no, pueden ser incluso detenidos dentro del hospital tanto paciente (por su situación ilegal) como voluntario (por tráfico de personas, sí, al igual que ocurrió a los socorristas sevillanos de ProAid. A pesar de esto, fueron varias las veces que tuve que hacer de ambulancia improvisada, y una de ellas fue para llevar a Muhammad, un chico marroquí que acudió a la clínica por un posible brazo roto, con muchísimo miedo a que le detuviesen. Prefería aguantar los fuertes dolores a ir a hacerse una radiografía, era su decisión, pero los médicos le advirtieron de las posibles consecuencias y tras un par de horas conversando conmigo, le surgió una idea. Pasó de la más absoluta de las angustias a una amplia sonrisa mientras me contaba su “plan genial”, y es que muchos de ellos, con apenas veinte años, son aún a veces como niños grandes que me veían como a una hermana mayor en quien depositaban una confianza excesiva, dada la situación. Como si pudiese protegerles de todos los males del mundo. Ojalá.
Le prometí que seguiríamos ese plan y solo me puso, como condición, que no le dejase solo en ningún momento. Y nos encaminamos hacia el hospital nada menos que los dos acompañados de un amigo suyo y dos estudiantes de medicina. Todo un regimiento. Supongo que se sintió protegido; ese era nuestro objetivo.
El “plan genial” era fingir que era iraquí, que estaba registrado y dar otro nombre para que le diesen asistencia y no levantar sospechas, evitando a toda costa que nos pidiesen documento alguno. Durante todo el trayecto el amigo le continuaba interrogando para practicar las respuestas, y aunque yo estaba convencida de que hacía lo correcto, me asaltaban miles de dudas. Aún así, finalmente lo conseguimos, y tras un pequeño desmayo que sufrió por el susto todo mereció la pena cuando tuvimos en nuestro poder la radiografía y salimos para encontrarnos con los demás enarbolándola como si de un trofeo se tratase, ya con el brazo vendado. Nos encontramos con otros voluntarios y cenamos todos juntos para celebrarlo.
Muhammad me regaló la radiografía como recuerdo, y no dejó de venir a verme ni un solo día mientras estuve allí. Hoy puedo escribir su nombre porque, tras muchas semanas en Grecia, decidió contactar con una organización que le proporcionaba una vuelta segura a Marruecos y ya se encuentra allí, fuera de peligro de detención. Su madre me promete cebarme a base de cuscús de siete verduras, si voy a visitarlos a Fez.
La segunda historia comenzó de casualidad; mientras volvíamos de dejar a una compañera en el aeropuerto, al sur de Mytilini, vimos llegar una barca a la costa y no dudamos en parar el coche en el arcén para ayudar a recibir a los recién llegados. Durante esas fechas había menos llegadas pero eran mucho más peligrosas por las condiciones meteorológicas, lo que pudimos comprobar durante las ocasiones en que, al acabar nuestro turno, nos dirigimos a la costa para seguir ayudando, bien a recibir a refugiados, bien a limpiar la playa... El panorama que ofrece la práctica totalidad de las playas en Lesbos es dantesco, y estas labores son también más que necesarias. No se ve la proporción de esta tragedia hasta que ves las montañas de chalecos salvavidas y los restos de lanchas, junto a pequeños objetos que te rompen el alma, como silbatos de alguien que creyó que le serviría a modo de alarma, chupetes, calcetines minúsculos de bebé, una moneda turca o siria, un blíster de pastillas... pero ese día no había tiempo para fijarse en todo aquello.
Ya había muchas personas fuera de la barca y varios voluntarios ofreciendo mantas, agua y algo de ropa seca. Un hombre yacía tendido en el suelo. Falleció. La asimilación de las muertes diarias hace que prestes más atención a lo que sí puedes hacer que a la desgracia que tienes ante tus ojos. Ves una vida perdida, pero decenas por los que aún sí puedes hacer algo si te das prisa.
A lo lejos vi a un joven que no estaba siendo atendido por nadie y que estaba, de pie, con la mirada perdida. Cogí una manta y se la eché por encima de tal manera que únicamente le veía los ojos. Temblaba, le castañeteaban los dientes. Le pregunté su nombre y no respondió pero, no obstante, le dije que yo me llamaba Sara, que hablaba árabe, que era voluntaria en la Medical Tent de Moria y que no pasaba nada, que estaba con él. Creo que establecer ese tipo de conexión es lo primero que se debe hacer. Recordar que somos personas ayudando a personas, con nombre y apellidos. Le frotaba la espalda e intentaba darle calor estrechándole, pues es lo poco que puedes hacer sin más medios.
Te invade la impotencia y una sensación extraña que de alguna manera te une a esa persona y que hace que no dejes de intentarlo. Sólo puedes intentar expresar que no le vas a dejar solo, y creo que eso es precisamente lo que en ese momento hace falta. El chico se aferraba a mí temblando, con la cabeza en mi hombro, agarrotado por el frío. Creo que es algo que jamás olvidaré. Al rato, se acercaron dos personas que dijeron ser sus amigos, que se encontraban relativamente bien y les dejé a cargo de él cuando llegaron los autobuses que se encargan de “repartir” a los refugiados entre los campos de la isla.
Al volver a la playa, me ocupé de intentar velar por dos hermanos que permanecían sentados, cubiertos por varias mantas al lado de su madre y su tía, que se encontraban en shock y no estaban en condiciones de prestarles atención. Un hermano adolescente permanecía al lado, de pie, observando el mar absorto, hasta que le entró una especie de ataque de furia. Maldijo gritando y lloró todo lo que pudo hasta quedar de nuevo sentado con la cabeza entre los brazos. No quiso ayuda. Los dos hermanos pequeños tendrían unos seis y tres años. El mayor de ellos no quiso agua ni un croissant que le ofrecí y se escondió de mí y de todo su alrededor bajo las mantas, pero el pequeño poco a poco fue cogiendo confianza y acabamos jugando con una manta térmica y, tras las risas más bonitas del mundo, se comió el croissant y se quedó medio dormido de agotamiento antes de montar en aquellos autobuses.
Las reacciones de los niños pequeños, inocentes e inconscientes, son maravillosas
Hay que tener en cuenta que los niños más pequeños no suelen ser conscientes de lo que está pasando y sus reacciones ante pequeños gestos amables son maravillosas. Siempre hay algo de luz entre tanta oscuridad. Tras estos acontecimientos, volvimos a nuestro turno de traductores en Moria tras haber descansado unas necesarias horas, pues a veces hacíamos turnos dobles e incluso voluntariado en otros lugares esporádicamente tras terminar el nuestro propio.
Lo que ocurrió al llegar fue una de esas casualidades casi milagrosas que solo ocurren escasas veces en la vida. Algo que solo puede ocurrir en Lesbos. Un joven que estaba en la puerta de la tienda se me quedó mirando y me dijo “hello, ¿Sara?”. No tuve más que mirarle a los ojos para darme cuenta de que era el chico de por la mañana, pero eso no era lo más importante: ¡recordaba mi nombre! Que una persona con hipotermia y en ese estado de confusión (de hecho parecía no escucharme, pero aún así yo seguía hablándole) se acordase de mí me removió por dentro y me hizo darme cuenta definitivamente de que sí, que sí que importa decirles cómo te llamas, que es igual de necesario que sientan que hay alguien ahí que tiene nombre como ellos, que siente y padece, que la manta en sí o una bebida caliente.
El joven, del que no puedo decir el nombre, era iraní y huía de la dictadura y la persecución religiosa en su país. Estudiante universitario, era muy inteligente, capaz y educado pero se veía sobrepasado por una situación que nunca esperó tan dura. Le costaba aceptar mi ayuda y solamente aceptó llamar a su familia desde mi teléfono o utilizar uno de los enchufes de la clínica tras comprobar que no había otra opción y deshacerse entre agradecimientos. Hablaba inglés y pudimos por ello conocernos y tanto él como sus amigos se acercaban a conversar a diario, hasta que uno de ellos cayó enfermo con algo que parecía una gripe. Un joven fuerte que fuera de ese contexto parecería el típico chulo de discoteca y que, con amplia sonrisa, te explicaba con muy escaso inglés que hacía body building, orgulloso. Le tratamos en la tienda médica pero volvió al día siguiente, y al otro. Cada vez estaba peor.
Al tercer día se desmayó y se le tuvieron que aplicar goteros de suero pues estaba deshidratado y tenía bastante fiebre. Llovía a cántaros y era de noche, pero había que llevarle al hospital pues sospechaban que se podía tratar de otro virus. Me arriesgué una vez más a hacer de ambulancia y tuvimos que recostarle en el asiento del copiloto con el gotero puesto, tarea que bajo la lluvia no fue fácil. Detrás iba su amigo, que prometió quedarse con él, y que debía sujetar el gotero en alto para que no sangrase. Aún así sangró, pues había baches por el camino y las empinadas cuestas griegas.
El camino bajo la lluvia fue largo, la visibilidad era prácticamente nula y las probabilidades de que el coche patinase por esas carreteras estrechas, sin iluminar y cuesta arriba eran altas. El copiloto, que no había hablado hasta el momento, debilitado y febril, murmuró a mitad de camino una petición: “por favor, no me quiero morir aquí en Grecia; no dejéis que me muera aquí”.
A pesar de lo grave de la situación en aquel momento, poco a poco todo fue arreglándose. Sufría de mononucleosis, y tras tres días de ingreso en los que le visitamos todos los días, al cuarto fui a sacarle de allí tras solicitar el alta como había prometido, pues sus dos amigos habían conseguido billetes para Atenas y partían ese mismo día por la tarde.
Nos despedimos con abrazos y buenos deseos y el gigante bodybuilder se deshizo entre lágrimas, aún con una mascarilla puesta, puesto que ese virus se contagia fácilmente a través de la saliva. A él le perdí la pista, pero sigo en contacto con su amigo, que también le perdió en Macedonia. Ha perdido toda esperanza tras comenzar el camino hacia Alemania y pasar varios días en una cárcel Serbia desde donde después le devolvieron a Grecia. Su novia, con la que pretendía casarse y vivir en Alemania, y que durante esos días en Lesbos me enseñaba orgulloso en el móvil, le dejó de lado cuando vió que no lo iba a conseguir. No sabe de los amigos con los que viajaba y su familia no puede prestarle ayuda económica. Permanece en la capital y su situación es más que precaria, vive “atrapado” allí y a pesar de la escasa ayuda y apoyo que le puedo prestar en la distancia, espero que muy pronto haya una solución para él. Se lo merece, igual que otros muchos miles.
El drama de una familia siria recién llegada
El último caso que voy a compartir fue el de una familia siria, cuya madre acudió muy enferma y exhausta a la clínica. Aún llevaban la ropa húmeda. La acompañaba el padre, y mientras les atendíamos dijo que debían volver a una tienda donde habían dejado a sus hijos, relativamente lejos de allí. Los habían dejado solos, durmiendo, pero eran pequeños y estaban a la intemperie, además de mostrar síntomas de resfriado.
Al ver la situación, decidí acompañar al padre hasta allí para reunir a toda la familia en la clínica. Pensamos que sería fácil, pues yo disponía de coche. Lo que ocurrió a continuación es muestra, una vez más, de la poca comprensión y el desprecio que muestra en general la policía y los organismos oficiales hacia los refugiados. Subimos al coche y me dirigió hacia la tienda, pero al intentar pasar la puerta (estaban en el interior de la “parte oficial”), un policía nos dijo con malos modos que no podía entrar con coche, ni me dejó explicarle nada. Caminamos unos quinientos metros cuesta arriba hasta llegar a la tienda, en un lugar donde de noche era fácil tropezar con las grandes piedras sueltas. Nos costó despertar a los niños, que estaban agotados y aún mojados. Eran tres niñas y un niño pequeño. La mayor era la única que podía caminar por sí sola, pero había perdido los zapatos. Decidimos que yo cogería al pequeño en brazos y él a la mayor, para volver después a por las otras dos, mellizas. Tendríamos que hacer dos viajes para meterlos a todos en el coche y llevarlos con su madre.
El pequeño, de unos dos años, ni se despertó. Musitó “mamá” al levantarlo de entre las mantas y puso su cabeza en mi hombro. Ardía. Los niños se nos escurrían de entre los brazos, a las mellizas hubo que cogerlas a caballito y parar de camino porque nos flaqueaban las fuerzas y corríamos el riesgo de resbalar y que se nos cayesen al suelo. Muchos policías nos vieron y no movieron un dedo, excepto uno al que le pedí por favor que me empujase a la niña hacia arriba para recolocarla y poder seguir el camino sin parar. Es mucho más de lo que hace la mayoría. Aún se lo agradezco.
Tras estas peripecias, decidí llamar a dos de mis compañeros, que estaban también en la clínica, porque necesitábamos más personas para intentar que al menos durmiesen en el Family Compound.
Entre cuatro, todo fue más fácil. Con un niño por persona y la madre mejorada subimos la empinada cuesta que lleva al recinto y conseguimos que, esa noche, durmiesen bajo techo. Al día siguiente intentarían registrarse.
El padre nos pidió hacerse fotos con nosotros para “acordarse siempre”, y de hecho es algo que muchos refugiados te piden. Son fotografías así la mayoría de las que tengo, pues personalmente no me parece bien fotografiar a personas que quizá no quieren o no se encuentran en situación de convertirse en una imagen “trofeo”, sino que necesitan con urgencia que alguien les ayude. Aprecio enormemente la gran labor de los periodistas independientes, sin los cuales no sería posible sacar a la luz todo lo que está ocurriendo, pero nunca entenderé a algunos voluntarios (pocos, pero hay) más preocupados por sacar la foto más dramática de un desembarco que por extender la mano al que la necesita. Si estás ayudando, muy probablemente no tienes manos para la cámara.
Cuando dejamos a la mujer y los niños ya acostados en el suelo de una de las salas, ya de por sí abarrotada de gente, con ropa seca y más tranquilos, el padre me preguntó que si fumaba y me invitó a dar una vuelta, fuera. No fumo, pero mis compañeros se habían marchado y supuse que lo que él quería era hablar. Y así fue. Bajamos de nuevo la cuesta, conversando.
Me confesó que la mujer no era su esposa, sino su cuñada. Él era viudo, o eso deseaba. Así me lo expresó, tras explicarme que hacía más o menos año y medio habían detenido a su mujer, que estaba desaparecida desde entonces. Cualquiera familiarizado con la situación en Siria sabe que, desgraciadamente, lo mejor que le podía haber pasado a su esposa era haber muerto. Y él, que la amaba, deseaba con todas sus fuerzas ser viudo, y que la muerte le hubiese sobrevenido pronto, antes de sufrir torturas, vejaciones o violaciones. Ojalá haya sido así.
Decidió salir de Alepo, de donde prevenía, en cuanto pudiese reunir el dinero para hacerlo junto con sus cuatro hijos. Su cuñada se hacía pasar por su mujer porque sabían que era mejor ir en familia, no sólo porque el procedimiento podía ser más rápido, sino porque en estas situaciones, sobre todo con niños, es mejor estar unidos. Le dejé en la puerta del recinto, fumando entre recuerdos. No los volví a ver más, y cuando pregunté por ellos al día siguiente no me supieron dar información. Espero que en estos momentos hayan llegado a su destino deseado y comiencen una vida nueva mucho más en paz.
El final
Podría continuar páginas y páginas, y contar la alegría de acompañar y conseguir registrar de manera rápida a una familia kurda siria recién llegada por la mañana de manera milagrosa, pues no era habitual esa rapidez (el hijo mayor, con el que me comunicaba por ser el único que hablaba árabe, dijo que les había dado suerte e intercambiamos gorros), la sensación de ir a recoger a alguien al hospital y encontrarte con que en lugar de a un paciente, tienes que sacar a dos porque hay una señora de 68 años que ha llegado sola y nadie sabe ni se hace cargo de ella. El miedo en la cara de un argelino al que le rompieron la nariz para robarle, el orgullo de que uno de tus “hermanos” te traiga a dos chicas de su pueblo que están vomitando y te recomiende a tí (ojo, no a los médicos), el día que un chaval entró a consulta con un gorro de Papá Noel y unas gafas estrambóticas, explicando con amplia sonrisa que no había ido al baño hace días con gestos muy expresivos... Con los tres chicos fantásticos que durmieron en nuestra casa y que habían llegado huyendo del reclutamiento forzoso en el ejército sirio, la noche que pasamos esperando barcas en Skala, empalmando tres turnos, subiendo cada media hora a un mirador con una cámara de visión nocturna a “escanear” el mar y, entre subida y subida, disfrutar de la compañía de una oveja huérfana llamada Carolina que apareció un día por allí y fue acogida por los voluntarios. El frío y el viento de aquella noche, que hacía que deseásemos en lo más profundo de nuestro ser no ver barcas por lo peligroso que era salir en esas condiciones... El alivio de ver llegar el día sin que fuese así. La urgencia de, cuando nos marchábamos hacia las 7 de la mañana, ver que estaba llegando una.
Y es que los traficantes hacen “descuentos” en días de temporal. El negocio es el negocio.
Siete horas a la deriva para un trayecto que podría durar media hora... si les llenasen las barcas con el combustible necesario. Si no hubiese tormenta. Si no sobrepasasen el peso máximo. Si llevase la barca alguien capacitado para ello,y no uno de los pasajeros, al que aleatoriamente le dicen “es fácil, sólo tienes que seguir recto”. Y no hay vuelta atrás, pues las protestas son a menudo calladas a punta de pistola.
Pero este texto debe llegar a su fin, y me quedaré con las sonrisas que de vez en cuando hay y la esperanza en medio de la nada. Alegrías como alguna visita de Payasos sin fronteras, ideas como la de una voluntaria que un día trajo hula-hops y se armó una especie de competición de saltos, mini-talleres para que los voluntarios de la clínica aprendiesen a dar puntos practicando en mandarinas y bananas o la noche de fin de año, que pasamos en el campo haciendo turno de noche con varitas brillantes en la cabeza, y que muchos refugiados celebraron alrededor de las hogueras o haciendo improvisaciones de percusión y baile.
Me quedo también con los paseos entre las improvisadas hogueras de noche sonriendo al acordarme de aquellas “advertencias” para voluntarias, mientras recibía saludos e invitaciones a calentarme junto al fuego (“Sara, hermana, vente que hace mucho frío”), como si todos ellos fuesen en realidad mis hermanos y formásemos parte de una gran familia. Cuando tuvimos que parar durante el outreach (salidas periódicas de noche, que realiza un médico y uno o dos traductores entre las tiendas de campaña por si hay alguien enfermo que no se haya podido acercar a la tienda o no sepa de su existencia) porque mis hermanos marroquíes insistían en que nos quedásemos un rato con ellos sentados junto al fuego, y me extendían la mano con delicadeza para no caerme y un cartón relativamente limpio para sentarme, ante la sorpresa del médico que al final accedió a parar unos minutos.
He tenido mucha suerte no solo de encontrarme con todo ese personal médico magnífico y todos los refugiados con los que compartí esas dos semanas (algunos incluso convertidos en voluntarios) sino de haber podido comunicarme con ellos en su lengua, sacar tiempo para escuchar y poner un poco de corazón en todo lo que hice. Sin eso, nunca habría llegado a conocer todas las historias que hoy retengo en mi memoria.
Soy consciente de que mi experiencia seguramente no se parecerá a la de un voluntario general que reparte comida o ropa ni a la de los valientes salvavidas que rescatan a los refugiados en el mar. Tampoco serán iguales todas las historias de todos los intérpretes, y lo único que he pretendido con esto es contar la mía, aún sabiendo que me he dejado cosas en el tintero y de que para hacerlo bien, esto debería ser aún más largo.
Mis hermanos marroquíes, atrapados en ese limbo que es Moria para ellos, vinieron uno por uno a despedirse y hacerse fotos conmigo el último día que pasé allí. Instaban a mi compañero de viaje a que me obligase a ir al médico y a descansar, pues los últimos días del viaje mi salud se había resentido visiblemente. Sigo en contacto con varios de ellos y están en diversas situaciones, la mayoría no muy alentadoras.
Allí en Lesbos tuve la suerte de encontrarme con dos magníficos periodistas españoles que les dedicaron un artículo, y con otra reportera holandesa que hizo una entrevista a varios de ellos mientras yo interpretaba. La situación de los sirios es alarmante, pero hay muchas otras nacionalidades que se encuentran allí sin ninguna vía de escape ni poder seguir el camino. Al volver a España quise relatarlo todo y, aunque lo hago tarde, espero que sirva para algo. La situación sigue siendo alarmante y los nuevos acontecimientos no hacen sino presagiar algo mucho peor.
Hay bebés que mueren de frío en la Unión Europea, y los gobiernos occidentales no han movido un dedo por Siria durante cinco años
Los gobiernos occidentales no han movido un dedo por Siria durante estos últimos cinco años, y el trato a los refugiados que consiguen salir de ese infierno y otros parecidos es inhumano y un día avergonzará a los que hoy pueden hacer algo y miran hacia otro lado. Hay bebés que siguen muriendo de frío en plena Unión Europea. Durante mi viaje, dos en una sola noche. La mayor crisis migratoria de los últimos tiempos solo se solucionará si empezamos a tratar a las personas como los seres humanos que son, con los derechos básicos que se merecen, e intervenimos para solucionar los conflictos que asolan sus países de origen. Cada una de esas decenas de millones de personas tiene nombre, familia, sueños y deseos, igual que todos nosotros. Nunca lo olvidemos.