Un 26 de abril de 1986, en un lugar próximo a la próspera ciudad de Prypiat, tuvo lugar una de las mayores catástrofes que la humanidad recuerda: la explosión del reactor número cuatro –de tipo RBMK-1000– situado en la central nuclear Vladímir Ilich Lenin, también conocida como central nuclear Chernobyl.
Aquella explosión, fruto de experimentos soviéticos incontrolados, mantuvo a una gran porción de la población europea bajo los efectos de la tan temida radiación durante cierto periodo de tiempo. Una situación que puso en peligro miles de vidas.
La tragedia de Chernobyl dejó miles de muertes y heridos. Desde los propios científicos que trabajaron en la central nuclear la noche de la explosión hasta los miles de operarios que decidieron colaborar escasas horas después del accidente, que estuvieron expuestos a altos niveles de radiación mientras trataban de sellar el ardiente y mortífero núcleo del reactor.
De esos todas esas personas podemos escuchar miles de historias diferentes, pero la de Alexei Ananenko, Boris Baranov y Valeri Bezpalov es, indudablemente, una de las más heroicas que sucedieron en aquellos días de 1986.
La población europea, en riesgo
Tras la explosión inicial del reactor número cuatro de la central nuclear Vladimir Ilich Lenin, los operarios y equipos de emergencias trataron de apagar el fuego procedente del reactor a la vez que sellaban con materiales pesados el núcleo del mismo. El objetivo era relativamente claro: bloquear el foco de radiación y fuego en el que se había convertido el reactor.
No obstante, durante esa tarea de bloqueo, los ingenieros encargados de la investigación y la dirección en Chernobyl detectaron una complicación. El reactor utilizaba una serie de "piscinas" y conductos situados en los niveles inferiores para labores de refrigeración. Debido a la explosión y las labores de emergencia de los bomberos, dichos sistemas tenían unos niveles excesivos de agua.
Al mismo tiempo, en el reactor, situado justo unos metros por encima, se encontraban diversos materiales radiactivos fundiéndose a temperaturas muy elevadas (alrededor de 1.660 grados centígrados).
La combinación de todos ellos daba como resultado a un material conocido como Corio, radiactivo y con propiedades similares a la lava. Este, conforme pasaba el tiempo, se aproximaba peligrosamente a las piscinas de agua, lo que suponía una situación de alto riesgo.
De entrar en contacto ambos fluidos, se originaría una gran explosión de vapor que enviaría grandes cantidades de material radiactivo tanto a la atmósfera como a las aguas subterráneas, incrementando así el alcance del accidente y poniendo aún más en riesgo a la población europea.
Dicha explosión de vapor, además, ponía en riesgo la estabilidad de los demás reactores y abría la posibilidad a una explosión en cadena aún más devastadora y peligrosa que la producida en la madrugada del 26 de abril de 1986.
Tras evaluar la situación, los ingenieros gestores de la catástrofe concluyeron que era necesario evacuar las piscinas subterráneas de forma controlada para evitar esta posible explosión de vapor y, por consiguiente, una catástrofe de mayor calibre que la que en ese momento apreciaban.
La evacuación de las piscinas, técnicamente, era una tarea sencilla. Las compuertas que permitían la ejecución de dicha tarea se podían controlar fácilmente desde SKALA, el ordenador encargado de medir y ejecutar todos los procesos del reactor RBMK-1000. No obstante, la explosión del mismo dañó todos los sistemas electrónicos de la central nuclear de Chernobyl, dejando una única vía libre: enviar a un grupo de personas al interior para abrir físicamente las compuertas y, así, evacuar el agua de las piscinas.
Un viaje al corazón de Chernobyl
El problema es que el agua de las piscinas era altamente radioactiva debido a cercanía tanto del reactor como de materiales radioactivos. En lugares próximos se registraron entre 5.000 y 10.000 roentgens por hora, mientras que la dosis letal para un ser humano se sitúa alrededor de los 400 roentgens por hora. Las personas que se adentraran en las piscinas, por lo tanto, quedarían marcadas para siempre e incluso podrían acabar muriendo. Pese a ello, Alexei Ananenko, Valeri Bezpalov y Boris Baranov aceptaron la misión.
¿Cómo iba a negarme si era la única persona que conocía la localización de las válvulas?
Alexei Ananenko.
Todos conocían perfectamente los riesgos y consecuencias que traería consigo el adentrarse en aquella piscina radioactiva. Ananenko, de hecho, participaba en el mantenimiento del complejo de Chernobyl. Era uno de los pocos que sabía la ubicación exacta de las válvulas que permitirían la necesaria evacuación de las piscinas.
Poco después de su entrada, el nivel de agua de las piscinas comenzó a bajar. Los buzos lograron abrir las válvulas satisfactoriamente, a pesar de la intensa radiación que sufrieron durante aquellos minutos. Tal y como informó Associated Press en 1986, se trató de un acto heroico que evitó una catástrofe aún más peligrosa que la ocurrida.
Diversas fuentes aseguraron durante años que estos tres héroes fallecieron poco después del accidente. Sin embargo, todos sobrevivieron. De hecho, en 2018, fueron condecorados por las autoridades ucranianas por su labor. Dos de ellos, Ananenko y Bezpalov, recibieron el reconocimiento en persona. Baranov, desafortunadamente, falleció en 2005, casi 20 años después del accidente.
Esta es una versión actualizada de un artículo publicado previamente en Hipertextual.