Si hay algún indicador incontestable de que una sociedad vive bajo la bota de cualquier tipo de tiranía, es el de un poder establecido que da muestras de su obtusa intolerancia y decide perseguir y eliminar toda expresión de ideas con las que no comulgue y, entre otras cosas espantosas, saquea bibliotecas, amontona los libros en un horror incivilizado y los hace arder hasta que sus palabras no son más que triste ceniza. Esta práctica bárbara tiene su larga e indignante historia, y ahora quiero contárosla en los siguientes párrafos.
Ideas a la hoguera
La censura y el fuego parecen íntimamente relacionados, y eso es lo que nos demuestra la experiencia humana de la intransigencia política o religiosa, exacerbada durante las dictaduras y las guerras. No por nada Ray Bradbury incluyó piras de libros en su célebre novela distópica Fahrenheit 451, titulada así porque es la temperatura a la que arde el Ray Bradbury tituló así a su novela distópica 'Fahrenheit 451' porque es la temperatura a la que arde el papel
papel; ni Cervantes relató cómo quemaron las obras de caballería de Alonso Quijano en el episodio del donoso escrutinio de su novela inmortal por simple invectiva.
Los amantes de los libros lamentamos profundamente que unas tres cuartas partes de los textos de la Grecia Antigua se perdieran a lo largo de centurias, en violentas catástrofes bélicas y culturales, y pensamos con tristeza y algo de ensoñación en la biblioteca clásica de Alejandría que llegó a albergar unos 20.000 rollos de papiro. El emperador Diocleciano dio la orden de que los escritos sobre alquimia de su enciclopedia fuesen pasto de las llamas en el año 292 d. C.; y desconocemos quién destruyó lo que quedaba de la biblioteca tras varios conflictos y ataques religiosos, pero cuenta una leyenda que, cuando el califa del imperio islámico Omar I conquistó Egipto en el año 642, mandó utilizarlo para alimentar el fuego de los baños públicos porque, tanto si las obras de la biblioteca repetían las enseñanzas del Corán como si las contradecían, no tenía sentido para él conservarlas.
El emperador chino Qin Shi Huang, constructor de lo que se convertiría en la Gran Muralla y de los Guerreros de Terracota en su mausoleo de Xian, ordenó en el año 213 a. C que se quemaran todos los libros excepto los proféticos, los de medicina y los de agricultura. En 1497, los discípulos del fraile Sabonarola sacaron de las casas de Florencia todo objeto considerado frívolo o de vanidad, y ardieron, entre otros muchos, libros de Dante, Marcial, Ovidio y Platón. El cardenal Cisneros, por su parte, mandó que se hiciera lo mismo en Granada con el Corán en 1500, y en toda la Andalucía de comienzos del siglo XVI, los castellanos pretendieron que sólo sobreviviesen las obras de medicina, historia y filosofía no muchos años después de Los nazis quemaron unos 40.000 libros "antialemanes" en la berlinesa Bebelplatz en mayo de 1933
finalizada la mal llamada Reconquista. Fray Juan de Zumárraga hizo una pira en la mexicana Tetzcuco con escritos aztecas en 1530, y el sacerdote Diego de Landa, lo propio con 27 antiguos códices mayas en la también mexicana Maní en 1562 porque eran “falsedades del demonio”.
**La Alemania nazi, como era de esperar, no se caracterizó por tolerar la lectura de obras escritas por judíos o simplemente contrarias la ideología de Hitler, así que la Unión Estudiantil Nacionalsocialista organizó quemas sistemáticas de libros en 1933, desde en la berlinesa Bebelplatz, ante la Univesidad Humboldt, donde Camisas Pardas y miembros de las Juventudes Hitlerianas redujeron a cenizas cerca de 40.000 libros, hasta en lugares adyacentes a otras 21 universidades del país. Escritos “decadentes y antialemanes” de más de 300 autores formaban parte de la lista negra**; entre ellos, los de Bertolt Brecht, John Dos Passos, Maxim Gorki, Ernest Hemingway, Jack London, Erich Maria Remarque, Nelly Sachs, Upton Sinclair, Stefan Zweig y, por supuesto, Karl Marx. De ese modo, el instigador Joseph Goebbels dijo que Alemania se había purificado por dentro y por fuera.
En abril de 1939, la Falange organizó su propia fiesta literaria del fuego en la Universidad Central de Madrid, y quemaron obras de Alphonse de Lamartine, Sigmund Freud, Jean-Jacques Rousseau, Marx o Voltaire. Tras el golpe de estado de Pinochet en Chile en 1973, el nuevo e ilegítimo Gobierno calcinó miles de libros sobre política; y en 1980, durante la dictadura Videla y compañía en Argentina, ardieron millón y medio de ejemplares de Pablo Neruda, Julio Cortázar, Marcel Proust, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez o Eduardo Galeano, considerados “enemigos del alma argentina”. En la Transición española a la última democracia, durante el conflicto identitario de la denominada Batalla de La quema de libros que acompaña a las masacres de personas sigue produciéndose de vez en cuando en la actualidad
Valencia, los anticatalanistas blaveros incineraron en 1979 libros que consideraban contrarios a su ideología. Y durante la Guerra de Bosnia, la Biblioteca Nacional fue bombardeada con fuego de artillería en agosto de 1992 y se perdieron más de dos millones de volúmenes en el incendio resultante.
Como supondréis, la quema de libros acompaña a las masacres de personas, y no creáis que es un hecho que ya no se produce: en abril de 2003, en los saqueos de Bagdad, hubo quienes rociaron con combustible y lanzaron fósforos blancos militares sobre los anaqueles de la Biblioteca Nacional y destruyeron millones de libros, así como unos diez millones de documentos del Archivo Nacional de Iraq; en diciembre de 2011, durante las revueltas egipcias, incendiaron la Biblioteca de la Academia de Ciencias de El Cairo y se perdieron unos 200.000 materiales de egiptología, haciendo retroceder estos estudios décadas; y en este 2015, el Estado Islámico ha pulverizado cerca de 8.000 manuscritos y libros antiguos de la Biblioteca Pública de Mosul, en Iraq, y un total de unos 100.000 volúmenes de las librerías de la población. ¿Acabará algún día la barbarie?