En el número de febrero de 2012, The New Yorker publicó un texto sobre Quentin Rowan, un escritor acusado por plagio compulsivo. De hecho, la historia de este personaje lleva tiempo dando vueltas por la red, pero esta versión es la que más me ha gustado. Yo llegué al relato por casualidad, y si tienen unos 15 ó 20 minutos, deberían leer la pieza completa. Si están cortos de tiempo -o prefieren saber de qué va el artículo antes de mirarlo-, les cuento por qué me llamó tanto la atención.

Quentin Rowan es el autor de Assassin of Secrets, una novela sobre espías. Una semana después de que fue publicado, el libro recibió múltiples críticas por plagio. Todo comenzó cuanto el escritor Jeremy Duns fue alertado sobre esta situación a través de una denuncia en un foro de fanáticos de James Bond. Un lector señaló que había un fragmento íntegro de Licence Renewed de John Gardner. Esto motivó a más gente a mirar la obra de Rowan. El bloguero Edward Champion llegó a contar hasta 35 fuentes diferentes; así como pasajes copiados de reportes de la Agencia Nacional de Seguridad, emitidos durante la década de los 1960.

Lo que llama la atención de la bibliografía de Rowan (no sólo en este libro, sino en sus otros trabajos), es que siempre recurrió al plagio. Sin embargo, me ha cautivado -no encuentro otra forma de describirlo-, la manera en que un individuo puede crear un libro entero sólo de recortes de diferentes autores, haciéndolos encajar con cambios mínimos (la mayoría, los nombres de los personajes) para hacer que no sólo tengan coherencia, sino que constituyan una obra lo suficientemente atractiva como para que una editorial se anime a publicarla.

En la pieza de The New Yorker, Rowan admite que nunca fue su intención crear un mash-up. Sin embargo, en una parte, la autora Lizzie Widdicombe indica un matiz muy significativo en su caso:

La cosa peculiar sobre el caso de Rowan es que él pudo haber obtenido un grado de permiso social simplemente siendo honesto acerca de tomar prestado lo de otros escritores (...) o reclamando que estaba produciendo un trabajo "meta". Vivimos en una era del sampling, desde "Orgullo y Prejuicio y Zombis" hasta los remixes de Skrillex. "Amamos los remakes. Amamos los maquillajes." dijo la teórica literaria Avital Ronell cuando se le preguntó sobre el caso. Ella sugirió que Rowan "pudo haber usado un equipo de ensueño de teóricos literarios para salir del problema".

Más allá de que la intención de Rowan nunca fue crear un híbrido de esta naturaleza, yo sí le veo mérito a lo que hizo. No ha de ser sencillo crear una novela consistente sólo con base en fragmentos aislados. Es más, estoy seguro que si Rowan hubiese clamado lo que sugiere Ronell, estaríamos hablando de innovación, no forzosamente de plagio. Si se consideró como este último, es porque el autor tenía la intención de reclamar el trabajo como propio. Pero, ¿no supone la sola edición -a falta de un término más preciso- de ese material una labor plausible? ¿No se puede mirar como una curación de contenido, como una obra novedosa surgida enteramente de la copia?

Rowan se la ahorró a muchos cuando se tragó la culpa, pero la verdad es que (inconscientemente) empujó hacia los límites la creación literaria. ¿Esta forma de expresión puede considerarse como "escribir"? Si hay músicos que crean canciones propias a través de cortar y pegar fragmentos de otras, ¿se aceptaría lo mismo en la literatura? ¿Qué tal los vídeos o cortometrajes que se hacen con metrajes de terceros? ¿Podría un director armar un largometraje con escenas de otras películas, de manera que guarden coherencia, y ser considerado como cinematografía?

Lo de Rowan es un caso inusual no sólo por su compulsión por el plagio, sino también porque nos orilla a repensar el papel de estas situaciones en la creación artística. ¿Es Rowan un visionario inconsciente o sólo un copiador sin mérito?** ¿Inspirará a alguien más a hacer una obra similar? No sé: quizá la literatura necesitaba a este mitómano para reconsiderar sus alcances y limitaciones.