Atención: este artículo contiene algún que otro spoiler.

"Es Wolverine manejando unos robots", me dijo un amigo cuando le pregunté de qué iba Real Steel*. La película, protagonizada por Hugh Jackman, narra la historia de un boxeador frustrado y el reencuentro con su hijo. Pero dejemos de lado los melodramas familiares y centrémonos en las circunstancias. El filme se desarrolla en 2020, en una época donde el boxeo ha sido desplazado por la lucha entre máquinas. Las personas dejan de molerse a golpes en la arena, para darle paso a la confrontación de robots. Los peleadores han colgado los guantes para ponerse detrás de complejos controles para dar instrucciones de batalla.

La lectura futurista que hace el director Shawn Levy es fascinante. La premisa, por sí misma, es atractiva. ¿Pueden las peleas de boxeo -y con ellas, quizá, la lucha libre y disciplinas similares- ser sustituidas de esta manera? ¿Hasta qué punto el ingrediente humano es indispensable en este nuevo deporte? La conjunción de máquina y humano para competiciones es algo que tenemos desde hace tiempo. El ejemplo más obvio es el automovilismo: no sólo se trata de la comunión entre conductor y automóvil, sino que el papel de los ingenieros y otros miembros de la escudería es crucial. Si lo miramos con detenimiento, el paralelismo es asombroso.

El protagonista robótico de la historia es Atom, un androide de segunda generación (según se dice en el filme, creado en 2014), cuya principal virtud es la imitación. Por el otro lado, el antagonista es Zeus, un robot cuya característica definitoria es un sistema operativo evolutivo. Ambos son ejemplos directos de nuestras fantasías actuales con la inteligencia artificial. Pero, más profundo aún, representan la confrontación de dos esquemas de pensamiento. Zeus "aprende" de su rival mediante la predicción. Su inteligencia se basa en considerar los golpes previos para calcular cuál será el siguiente movimiento. ¿Les suena? Su modelo es positivista: basarse en la evidencia para formular leyes que vaticinen lo que viene a futuro.

Pero, del otro lado, Atom -o mejor dicho, su controlador- interpreta a su rival. Su pensamiento apela más a la hermenéutica. Es la ventaja del control humano: entender cuál es la situación en la que se encuentra y actuar de forma impredecible. Es la misma lucha que emprendemos cuando jugamos un videojuego contra la máquina: su inteligencia artificial, por más avanzada, no supera la creatividad del jugador (aunque la rete constantemente). Cuando Zeus se topa con un rival capaz de comprender sus fortalezas y debilidades, entonces pasa un muy mal rato. Hacia el final de la cinta, una escena nos evidencia esta supremacía humana: el creador de Zeus debe tomar los controles en forma manual para hacerle frente a la amenaza.

Mención aparte, Real Steel consigue también una excelente ambientación tecnológica. Dejando de lado la pasta que invierten HP y Microsoft para aparecer como marcas predominantes, los diseños son bastante atractivos. El director de arte ha apostado por la tendencia actual, mostrándonos muchos dispositivos táctiles como tablets de control o teléfonos móviles; así como proyecciones holográficas y controles de voz. Además, incluye algunos detalles interesantes para el espectador, como el estadio Bing -en honor al buscador de Microsoft- o los anuncios de Xbox 720. En lo personal, a mi me ha gustado más este escenario futurista que, por ejemplo, la de películas como I, Robot.

Del guión, es una trama efectiva y nada más. Básicamente, han tomado la misma premisa de Rocky VI (en la pelea final, es irremediable la comparación), pero en futuro no tan lejano. En algunos momentos se siente demasiado larga -¡oh, el drama!-, pero se salva por su excelente fotografía y arte. En México está desde hace un par de semanas en cartelera, mientras que nuestros amigos de España la disfrutarán hasta diciembre. Ideal para amantes de la emotividad, también es un plato interesante para quienes gustan del cine futurista. Por instantes, les recordará fragmentos de Artificial Inteligence: AI de Steven Spielberg -culpemos al parecido del protagonista con Haley Joel Osment- o la entrañable Short Circuit de John Badham. Sin duda, un filme que nos recuerda que los grandes robots del cine están hechos de carne y hueso.

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