Torchwood ha sido siempre una serie extraña. Para empezar era una serie británica producida como si fuera americana y con un espíritu más galés que las minas de carbón y el cordero a la menta. Para continuar era un spin-off de una serie familiar dirigida casi exclusivamente al público adulto. Y para terminar, en cuatro temporadas cambió dos veces de formato y una de país. Pero Torchwood: Miracle Day, su cuarta entrega, ha terminado esta semana y nos ha dejado, sin duda alguna, con la sensación de que ha sido la temporada más extraña de Torchwood. Y eso no es necesariamente algo bueno.

Antes de nada, si todavía no has visto el último episodio deja de leer inmediatamente: al ser una sola historia serializada en diez capítulos, es casi imposible hablar sobre Miracle Day sin hacer spoilers. Precisamente fue esa serialidad la que, en Children of Earth, la anterior entrega, sacó a Torchwood de la categoría de rareza entretenida y la mandó a la constelación de los clásicos de la televisión por derecho propio. Y es precisamente esa serialidad la que en Miracle Day se convierte en un lastre tan pesado que apenas deja respirar a los personajes. Porque ahora que ya la hemos visto entera, podemos decirlo: ha sido decepcionante.

Russell T. Davies, el creador y showrunner de Torchwood, es uno de esos artistas de producción irregular, capaz de lo mejor y de lo peor. Cuando la inspiración le visita, puede dejarnos obras maestras como su Queer as Folk —la británica— o, durante su época en Doctor Who, episodios como Midnight, o Smith and Jones. Sin embargo, su afición por el espectáculo y la grandiosidad le lleva en ocasiones a planteamientos grandilocuentes que pinchan a la hora del desenlace. Ya le pasó en Doctor Who —el desenlace de Last of the Time Lords es un buen ejemplo— y le ha ocurrido en Miracle Day.

Mi primer problema son los personajes nuevos. Es cierto que en los viejos tiempos de Cardiff ya había su buena dosis de personajes insufribles —Owen Harper, te estoy mirando a ti— pero Rex Matheson es peor que insufrible. Es inaguantable. Es un cretino. Y no un cretino que en el fondo tiene buen corazón, sino un cretino sin matices. Se pasa diez horas mirándose el ombligo, preocupándose por si mismo y por nadie más y obstaculizando más que ayudando a sus compañeros. Su compañera de la CIA, Esther Drummond, se integra rápidamente en el equipo, es adorable y nos podemos relacionar con ella. ¿Cuál es su recompensa? Acaba la temporada en una caja de pino. ¿Cuál es la de Rex el insufrible? Es inmortal. Muchas gracias, Rusty.

El segundo y fundamental problema es la historia. Children of Earth** no fue una maravilla porque fuera serial, sino porque la historia que contaba necesitaba ser contada de esa manera. Cinco horas, cada hora un día, y cada día una serie de desarrollos más emocionantes y sorprendentes. Ver Children of Earth es como contener la respiración durante cinco horas. Sin embargo, Miracle Day no sabe hacer eso. No me entiendan mal, los guiones son mejores que buenos: son excepcionales. Sin embargo, no hacen más que insinuar que viene un desenlace poderoso y descomunal envuelto en una conspiración terrorífica. Ese final resulta ser «lo hizo un mago». Más o menos. ¿Y la conspiración? Nunca se termina de revelar ni su verdadera extensión ni su objetivo final. Las Tres Familias no tienen rostro, pero lejos de hacerlas terroríficas como villanos, lo que consiguen con ello es que parezca que no existen. Como si los malos fueran los mercados, que es por otro lado la metáfora que un poco torpemente nos están intentando hacer tragar.

¿Es todo malo? Por supuestísimo que no. Siguen siendo diez de las mejores horas de televisión producidas en 2011, pero es que podían haber sido tanto más... Había trazas de genialidad por todas partes: Jilly Kitzinger, con su imagen impecable, sus cigarrillos absorbidos en una milésima de segundo, su confianza y, en última instancia, su decisión puramente racional de decidir pasarse al lado de los malos... Si sólo hubiéramos visto la historia de Jilly Kitzinger, habría servido. La historia de Oswald Danes también apuntaba maneras: puede que haya gente irredimible, puede que haya gente que realmente no tenga nada bueno dentro, puede que haya auténticos monstruos con piel de humano. Puede que el mensaje no haya quedado tan claro en el producto final, pero estaba ahí.

No obstante, la sensación constante es la de una rueda a medio hinchar. Todos los elementos para una serie clásica están ahí, pero no terminan de funcionar. La impresión final es que quizá, si en lugar de centrarse en la historia del milagro ésta hubiera sido un leit-motiv entretejido en una serie de episodios autocontenidos con su correspondiente monstruo de la semana, el resultado habría sido otro. Si hubiéramos visto una serie de acciones más concretas por parte de representantes de las Tres Familias la sensación de amenaza habría sido mayor. Si hubieran pasado menos tiempo hablándonos de la magnitud del desastre y más tiempo mostrándola habríamos invertido emocionalmente más en la historia. Pero no lo han hecho, y el resultado es una medianía. Una medianía muy bien hecha, pero una medianía al fin y al cabo.

A pesar de lo que nos quieran hacer pensar con los últimos minutos del último episodio, esta encarnación de Torchwood está muerta. Pero lo bueno de Torchwood es precisamente que se resiste a morir, y que es precisamente cuando falla estrepitosamente cuando se reconvierte, se transforma, y vuelve para dejarnos boquiabiertos. Hasta entonces, Torchwood ha muerto, larga vida a Torchwood.

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