Las mujeres asesinas en el cine suelen ser mostradas como criaturas complejas y despiadadas, incluso un poco inhumanas. La Catherine Tramell de Sharon Stone en la película Instinto básico era cruel, retorcida pero atractiva. Lo mismo que la Amy de Rosamund Pike en Pérdida, capaz de fingir su propia muerte y después, matar, para incriminar a su infiel marido. Algo de ambos personajes está en la figura protagónica de Anatomía de una caída de la directora Justine Triet. 

Sandra (Sandra Hüller) es una novelista de éxito con una personalidad llena de defectos. Por otro lado, su marido es un aspirante a escritor mediocre que termina muerto en condiciones más que sospechosas. El guion de la misma directora y Arthur Harari narra, con cuidado y sin excederse en información, todo lo que se debe saber sobre el fallecido. Eso, a grandes rasgos y durante los primeros minutos de la película. A saber, que Samuel (Samuel Theis), es un hombre corriente, con una vida sin sobresaltos. El argumento, que apuesta a no ofrecer respuestas directas, deja entrever que hay un evidente desequilibrio de poder entre la pareja. Uno, en la que Sandra tiene todas las de ganar. En especial, porque parece menos involucrada que su esposo en la relación.

Todo lo anterior, llega a juicio una vez que la ley decide que la muerte de Samuel fue un homicidio. Y la principal sospechosa, es, por supuesto, Sandra. Pero no por su conducta violenta, ni tampoco, por algún tipo de indicio directo que señale su culpabilidad. En realidad, el problema que plantea el personaje es si lo que se debate en tribunales son sus defectos de carácter o sus actuaciones. El argumento muestra una y otra vez, como todo lo que se relaciona con la acusada incómoda, se pone a prueba y se debate como un mal mayor. La gran interrogante de si realmente fue capaz de matar a Samuel, queda en un plano secundario. Lo que hace más incómodo — y bien narrado — el segundo tramo del relato. 

Una mujer que podría ser culpable

La fotografía de Simon Beaufils, brinda contexto a los personajes sin decir gran cosa. Con tonos apagados y fríos, ángulos simétricos y primeros planos silenciosos, consigue que el público también sea parte del jurado que debe decidir sobre un asesinato. Además, con los cambios de ángulo y enfoque, que dan la sensación que todo ocurre en un momento real. Pero la cuestión que no se dirime — no de inmediato — es si Sandra, tenía motivos, las posibilidades o incluso, la intención de matar a Samuel. Puede ser una sutileza, pero la cineasta y el guion aprovechan la sensación de frialdad de la acusada respecto al caso para jugar con las expectativas. 

A Sandra no parece importarle la acusación. Tampoco, desgranar en tono aburrido y neutro su vida en pareja. El fiscal (Antoine Reinartz), está desconcertado por esa distancia emocional acerca de la muerte. Es ese punto de vista, uno de los más interesantes en un argumento que, poco a poco, deja claro que la justicia jamás responderá que ocurrió con Samuel. O en cualquier caso, que quiere hacerlo. En realidad, lo que le interesa es demostrar que la escritora podría ser capaz de matar y mostrarse impávida. 

Claro está, la cinta es un drama intelectual y la directora lo mantiene estrictamente en este estrato. Se trata de una evaluación cruel acerca de la acusada, pero sin caer en formulismos sobre política, género o identidad sexual. Tampoco de la emoción o manipulaciones sensibles. En realidad, el mensaje al fondo del guion es poco usual en películas basadas en asesinatos y su posterior juicio. Los que se sientan en el estrado no solo deben ser inocentes, sino además parecerlo.

Un cúmulo de medias verdades y mentiras

Uno de los elementos más brillantes de la película es su capacidad para englobar varios temas, sin subrayarlos, insistir en ellos o mostrarlos a las claras. Lentamente, la historia avanza, pero sin jamás ser obvia. Por lo que la posible culpabilidad de Sandra siempre es una incógnita que sigue retando al espectador a sacar una conclusión. Por un lado, sus contradicciones, mentiras y hechos ocultos, son sospechosos, pero no graves o un delito. Al otro extremo, la posibilidad que haya asesinado y esa coraza imperfecta la proteja de ser encarcelada, es una incógnita que divide los debates. 

Ahora bien, Anatomía de una caída no intenta que su conclusión sea un veredicto. O en cualquier caso, que eso sea lo más importante en la reflexión acerca de lo que Sandra hizo o pudo hacer. En realidad, el guion es lo suficientemente hábil, para llevar toda su historia a un terreno más complejo. Para eso, apunta a la posibilidad que cada ser humano del mundo es la combinación de sus defectos y virtudes. Lo cual conduce a la siguiente conclusión: ¿de ser juzgados por esas contradicciones, qué ocurría? 

La discrepancia — las interpretaciones cruzadas acerca de la vida de Samuel y Sandra — es al final la encrucijada que sostiene a este relato inteligente y agudo. Lo que la hace la mejor película de un año lleno de propuestas en apariencia más grandes y llamativas, pero nunca tan profundas como las de Justine Triet.

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