El estreno de El viaje de Chihiro, de Hayao Miyazaki, cumple 21. Dos décadas y un poco más de haber creado un hito en la cultura popular. A la vez, de haber explorado temas complicados desde una mirada amable que aún resulta vigente. Con su singular personalidad, pero en especial una sensibilidad extraordinaria, la obra emblemática de Studio Ghibli es una pieza de arte.

Una que va desde la sublimación del habitual lenguaje contemplativo de la animación japonés tradicional a un estrato más significativo. Miyazaki consiguió crear un tránsito acerca de lo bello y lo excelso, lo inocente y lo siniestro, a través de imágenes desconcertantes y potentes. Pero también, recrear el recorrido de una mirada estética que se nutre de la idea de lo sublime. 

El viaje de Chihiro no es solo una buena película animada; que lo es, por descontado. También, es un análisis cuidadoso acerca de la forma de relatar historias en la que el tiempo y la naturaleza humana se enfrentan entre sí. Igualmente, una búsqueda cuidadosa acerca del significado de la vida, del tránsito de lo que comprendemos como valioso y lo que, al final, es un espejismo. Una condición que hace del film una joya en planteamiento conceptual y, asimismo, una relevante visión acerca de lo emocional. 

Tal vez por ese motivo, en buena parte de las escenas del film el tiempo parece transcurrir de forma inaudita. Se ralentiza hasta que deja de transcurrir. Se acelera y todo parece ocurrir a la vez. Logra extenderse en direcciones nuevas y extrañas, lo que brinda a la historia una singular personalidad. Ya sea porque el personaje titular no pierde su rostro infantil, o porque el estrato de lo surreal es muy poderoso. Cualquiera sea la razón, la historia se encuentra suspendida en un estrato de la realidad singular. Uno complicado, hermoso y de una sensibilidad asombrosa. Un logro que convierte a la película en un logro generacional y, también, una exploración de un lenguaje cinematográfico en toda su extensión.

Un viaje interminable hacia nuevos universos de la mano de Hayao Miyazaki

El viaje de Chihiro

La animación japonesa se considera, además de una forma de expresión artística formal, todo un lenguaje por derecho propio. Con su profundidad conceptual, complejidad estética y profundo simbolismo, es quizás una de las manifestaciones visuales más singulares del continente asiático. La animación japonesa posee una profunda capacidad evocadora. Más allá, una visión narrativa única, lo que hace un vehículo extraordinario para lo esencial de cualquier creación artística: contar una historia.

Una de las figuras más representativas de toda una larga tradición de creadores en el ámbito de la animación es, sin duda, Hayao Miyazaki. No solo se trata de un destacado director a lo que el género se refiere. Además, también un extraordinario guionista que brinda a toda su obra una huella reconocible y una sensibilidad exquisita. Y lo que es aún más importante, una interpretación sobre el arte, la estética y el lenguaje profundamente personal. Miyazaki transformó la animación en algo más allá de su estética. Creó un lenguaje, una estructura coherente de referentes y metáforas, una visión totalmente nueva de un género saturado de dimensiones y reinvenciones.

El viaje de Chihiro

Se suele insistir que Miyazaki encontró la manera de brindar algo más que belleza a una prodigiosa industria basada en lo llamativo y lo estéticamente inusual. El director analiza no solo temas de considerable complejidad, sino que lo hace a través de una serie de elementos casi simples. Miyazaki rebasa los límites de lo que la visión predominante del género supone, para crear algo más; para construir alegorías sensibles, esmeradas, inolvidables. 

En particular, El Viaje de Chihiro se considera su obra más elaborada y, también, la más personal. El film se cuenta como una pequeña joya de la alegoría profunda. Miyazaki crea una fábula sobre la búsqueda interior, el rito iniciático y la pérdida de la inocencia. Todos tópicos habituales en su filmografía y también en el género. Pero, en esta ocasión, agregándole una vuelta de tuerca totalmente novedosa. La película avanza con sencillez hacia escenas memorables que se suceden unas a otras. Un recorrido en una incesante búsqueda de un significado mucho más profundo que la simple belleza.

El viaje de Chihiro, un homenaje a la infancia 

El viaje de Chihiro

El film es alegórico de principio a fin. Poco a poco, Chihiro avanza a través de esa extraña visión de la realidad desdoblada. En el trayecto pierde a sus padres  — el origen de toda identidad —  e incluso la noción de lo que es real y lo que no. Chihiro madura, lentamente, con esfuerzo; bajo la mano implacable de una bruja portentosa. Un evidente límite entre el mundo humano y lo que habita más allá. Para el director, la idea de una viajera temporal es mucho más profunda que solo un punto de interés argumental. Es una pregunta a gran escala sobre la naturaleza humana, su importancia y belleza. 

La animación también resulta sorprendente: una obra maestra de fondos y paisajes, hasta la minuciosa delicadeza de los personajes. No obstante, no se trata únicamente de su estética, sino de esa profundidad argumental que acompaña y sostiene la estructura visual. Desde el tren con pasajeros espectrales hasta el dragón devorado por figuras de origami, la película entera es una alegoría a la ternura. También, al universo infantil y la delicadeza del espíritu humano. Una pieza de arte que, a veintiún años de su estreno, sigue siendo irrepetible.