En varias de las escenas de El páramo, de David Casademunt, que puedes encontrar en Netflix, el silencio es absoluto. La cámara va de un lugar a otro del pequeño escenario en que se desarrolla el argumento y observa. Poco a poco, lo que parece ser una premisa simple con tintes de horror folk, se convierte en una durísima mirada sobre el miedo. Una que, además, emparenta con la condición de la soledad, el desarraigo, el duelo y lo que se esconde en las sombras. El director engloba todo lo anterior apenas con la sugerencia. También, con la percepción que lo oculto, es algo más un tropo destinado al sobresalto. 

El páramo apuesta por lo sofisticado para narrar algo mayor. Lo que empieza como una historia rural de exclusión y dolor, termina como una premisa de terror a toda regla. Cuando la familia compuesta por Salvador (Roberto Álamo), Lucía (Inma Cuesta) y Diego (Asier Flores) debe enfrentar lo desconocido, las sombras son el enemigo. Cercana al terror basado en el juego de luces y escenarios claustrofóbicos de Robert Eggers en The Witch (2015), El páramo es efectiva en lo mínimo. También, en la sublimación de lo que ocurre entre líneas en un guion que no se prodiga con facilidad. Los secretos se develan poco a poco y cuando finalmente la oscuridad — el terror — se encarna, la película lo hace con una poderosa solidez. De hecho, uno de los grandes logros del filme es su capacidad para relatar lo que tácito con cuidado. 

Ambientada en el siglo XIX en un lugar no identificado de España, la película utiliza el contexto con habilidad. De modo que las ventanas abiertas, los sonidos de la madera y el viento, son formas de apuntalar la tensión. Más allá, David Casademunt logra crear un ejercicio de atmósfera que supera lo meramente anecdótico. Entre las ráfagas de iluminación nimbada de luz pura y los horrores en la oscuridad absoluta, la película es un prodigio de habilidad mínima. 

Todo lo que ocurre en la oscuridad de El páramo 

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Para Casademunt, El páramo no es solo su circunstancia. También es el mito que alimenta y construye con habilidad antropológica. Como si se tratara de una historia que se sostiene en dos renglones distintos, el argumento muestra la visión de Diego como central. El ojo subjetivo de la cámara, narra los pequeños detalles para englobar lo absurdo y lo temible. A la vez, va y viene por los rincones tenebrosos para mostrar cómo el rastro del tiempo es también una forma de miedo. 

Pero lo realmente poderoso llega cuando la película asume su condición de relato de género y sostiene algo retorcido. Lo que sea que se esconde a plena vista se convierte en una huella al acecho cada vez más evidente y sofocante. Es entonces cuando David Casademunt toma la decisión correcta de construir un debate sobre el miedo y sus ramificaciones desde los códigos del terror. La lucha contra la locura —que se sugiere y se sublima— se convierte entonces en oscuridad en estado puro. En un paso de conciencia que crea y sostiene una versión del terror más sutil y delicado del que podría esperarse. 

Con su aire de western gótico y también, de versión del naturalismo al servicio de la tensión, El páramo es una pieza de arte. También, es una desgarradora visión sobre la pérdida, los terrores profundos y la ruptura con la realidad. Todo en una extraordinaria visión sobre el miedo que sobrepasa la idea de lo que se mira y elabora algo más pausado y coherente. Un espacio entre terrores primitivos que es sin duda, su mejor apuesta.

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