"Acumulamos mutaciones, pero el cáncer no aparece hasta que la arquitectura se daña. Sabemos ´casi todo´ sobre el genoma, pero no sabemos nada del lenguaje de las formas". Mina Bissell

En 1889, el cirujano inglés Stephen Paget descubrió algo extraño y fundamental. Al analizar los informes de más de 700 mujeres que habían muerto a causa de un cáncer de mama, vio algo que no terminaba de cuadrar. Lo lógico era que, cuando el tumor se esparcía en forma de metástasis, estas aparecieran distribuidas en otros tejidos casi por azar. Pero no era así.

Al viajar, las metástasis aparecieron especialmente en el hígado o en ciertos huesos, pero apenas se veían en el bazo, hasta el que llega una enorme cantidad de sangre. Contra la lógica inicial, los diferentes órganos no eran actores pasivos que recibían a las células tumorales, sino que se relacionaban con ellas, aceptándolas o rechazándolas. Llamó a este comportamiento el “principio de semilla y suelo” (seed and soil), y lo explicaba así:

“Cuando una planta se siembra, sus semillas se transportan en todas las direcciones; pero solo pueden vivir y crecer si caen en un suelo apropiado (...). Si bien muchos investigadores han estado estudiando las semillas, las propiedades de los suelos pueden revelar información valiosa sobre las peculiaridades metastásicas de los casos de cáncer".

Las semillas son las células de un tumor, el suelo es el entorno en el que crecen: el microentorno tumoral.

Su importancia planeó por los laboratorios durante casi cien años sin abordajes significativos. Pero en los últimos años ha resurgido con fuerza.

Si hay alguien que ha peleado por llevarlo al escaparate, esa es la investigadora Mina Bissell. En 1985, un experimento de su equipo sorprendió y confirmó lo que algunos estudios venían sugiriendo: que el entorno no solo influye en las metástasis, sino también en el inicio del tumor. Sabían que un tipo de virus provoca tumores en los pollos y que casi siempre aparecen en el sitio donde se inyectan. Un día decidieron inocularlo en la sangre y solo surgieron tumores en el ala de la inyección, aunque el virus había viajado por todo el cuerpo.

Alas de pollo con cáncer

Repitieron el experimento a la vez que provocaban una herida en el ala contraria y dos grandes tumores crecieron, uno en el ala de la inyección, otro en la lesionada: el tumor parecía necesitar que la arquitectura se rompiera. Tanto es así que, para Bissell, el microentorno explica por qué no tenemos muchos más cánceres de los que, por las mutaciones que acumulamos, deberíamos tener (en teoría). Que sabemos mucho sobre la genética, pero poco sobre el entorno y las formas.

Barcelona, año 2020: en un pequeño despacho del Instituto de Investigación Biomédica de Barcelona, Eduard Batlle —director del Programa de Ciencia del Cáncer— sonríe al recordar estos estudios y alguna de las conclusiones de Bissell, como que muchos de los fracasos a la hora de desarrollar tratamientos contra el cáncer se debieron a que en el laboratorio se ensayaban con células aisladas, que poco tenían que ver con su comportamiento en la realidad.

“Es muy posible que tenga razón”, confirma Batlle. “El papel del microentorno estuvo latente durante muchos años, pero apenas había modelos para estudiarlo”.

Uno de esos modelos lo tienen ahora en su animalario. Antes, para estudiar el cáncer de colon en ratones tenían que usar animales sin defensas; de lo contrario, estas rechazaban el tumor que se les implantaba. Y las defensas son una parte crucial del microentorno.

Para solventarlo, dedicaron casi cuatro años a cruzar ratones con diferentes mutaciones, hasta conseguir ejemplares que iniciaran por sí mismos los tumores sin necesidad de suprimir su sistema inmunitario. Pero cuando probaron a trasplantarlos a otros ratones genéticamente similares, muchos de ellos los rechazaban.

En el animal inicial y en otros el tumor crecía sin parar y en algunos, sin embargo, disminuía hasta desaparecer. La razón no parecía tener que ver con la genética sino, como comprobaron después, con el experimento en los pollos de Mina Bissell.

Células secuestradas

El entorno, el suelo con las semillas, tiene varios protagonistas.

Están los vasos sanguíneos, que se forman y crecen sin cesar para alimentar el tumor.

Están los fibroblastos, los encargados de producir la matriz de fibras donde descansan todas estas células.

Y están las células de defensa, linfocitos y leucocitos de muchos tipos en equilibrio inestable con el tumor, encargados de su eliminación pero usados en ocasiones por él para alentarlo. Porque todo aquí es una espada de doble filo.

tumores, cáncer
La investigación oncológica se ha centrado en las células tumorales. Aunque la importancia del ambiente donde crecen se conoce desde hace más de un siglo, solo en los últimos años ha alcanzado un papel protagonista. Ahora se diseñan nuevos tratamientos basados en ese entorno, incluida la inmunoterapia. / José Antonio Peñas, SINC

“Durante muchos años se pensó que esos fibroblastos funcionaban como un soporte, una estructura pasiva”, confiesa Batlle. Ahora se sabe que, en condiciones normales, actúan contra la formación del tumor. Y también que este “envía mensajeros para secuestrarlos en su beneficio”.

Sorprendentemente, su grupo descubrió que las firmas (los genes influyentes más activos) de mal pronóstico en los tumores de colon no dependen de las propias células cancerígenas, sino de los fibroblastos del entorno. Cuando cambian y son secuestrados por el tumor, hacen que este sea más agresivo, más resistente al tratamiento y más proclive a la diseminación.

Algo similar sucede con las defensas. En condiciones normales vigilan y evitan el crecimiento de células malignas, pero el tumor manipula el entorno para cegarlas, frenarlas y ponerlas a su favor. De ahí el éxito de los nuevos tratamientos de inmunoterapia, que liberan esos frenos devolviéndoles su poder inicial.

¿Es entonces la inmunoterapia un tratamiento del microentorno? Tanto una como otro se han incorporado como campos separados a los llamados sellos de identidad del cáncer, pero “se podría decir que sí”, responde Batlle. Y además existen ciertas similitudes en la historia de sus investigaciones.

“Durante muchos años se dijo que el sistema inmunitario era incapaz de luchar contra el cáncer porque este era demasiado parecido a nuestros tejidos. Pero estábamos equivocados. Es uno de los pocos ejemplos en los que un éxito clínico como el que han tenido los nuevos tratamientos estimula la investigación básica y no al revés. De hecho, a varios de los investigadores que iniciaron el campo los echaron de sus laboratorios”, explica Batlle.

El microambiente está formado por un cúmulo de actores que pueden adoptar distintos papeles y que están en constante diálogo unos con otros, un diálogo que es físico —por la orientación de las células, por las fuerzas entre ellas y la matriz— y químico —con un enorme reparto de mensajeros circulando entre ellos—.

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Convertir lo frío en caliente

Volvemos a los ratones de Batlle.

Los tumores crecían en unos ratones y en otros no, aunque genéticamente eran similares. Los investigadores vieron que en el entorno de sus tumores había mucha cantidad de un mensajero, una molécula llamada TGFβ que también estaba muy asociada con el mal pronóstico y que es fabricada por los fibroblastos secuestrados. Decidieron seguir por ahí.

Usando un inhibidor de la molécula, comprobaron que era muy efectivo a la hora de prevenir las metástasis cuando los tumores se acababan de formar, pero que apenas actuaba cuando ya se habían diseminado. Probaron entonces a combinarlo con una de las actuales formas de inmunoterapia, que libera los frenos del sistema.

Los resultados fueron sorprendentes: por separado, ninguna de las terapias era eficaz, pero la mayoría de los ratones respondía al tratamiento cuando se combinaban. Porque la mensajera TGFβ no solo ayuda al tumor a crecer y a diseminarse, también a ocultarse de las defensas. Batlle no duda en afirmar que se curaban y que “entre el 70 y el 80 % morían de viejos”.

Uno de los problemas de la inmunoterapia es que no es efectiva en una buena parte de los tumores a los que se considera fríos o inertes ante las defensas, seguramente porque no tienen las mutaciones necesarias o suficientes para ser eficazmente reconocidos por ellas.

“La investigación del microentorno nos ofrece vías para tratar tumores que antes eran intratables”, asegura Batlle. Y esta vía en particular no tiene por qué limitarse al cáncer de colon: TGFβ parece ser un actor principal en múltiples tipos de cáncer. “Es una molécula que, en condiciones normales, aparece cuando se necesita cicatrizar o regenerar un tejido dañado”, explica Batlle, “lo que coincide con la visión tradicional que se tiene del cáncer como la de una herida que nunca cura”.

Curiosamente, está también implicada en el mecanismo recientemente propugnado por el equipo del investigador Joan Massagué como clave en buena parte de metástasis.

Y, curiosamente, según Mina Bissell, “identificamos que TGFβ es la molécula activa en la herida [en el ala de pollo] responsable de que la infección del virus provoque tumores en toda regla (…). Los procesos fisiológicos pueden convertirse en armas de destrucción. Todo depende del contexto”.

Del origen a los tratamientos

“Sugerimos que el inicio de los tumores es inevitable, pero que su progresión hacia la malignidad puede y debe ser controlable”. Esto decían ya en 2011 desde el equipo de la propia Bissell. Las mutaciones se van acumulando con la edad, dando lugar a tumores pequeños e iniciales; pero si el entorno se mantiene íntegro y sano, no permite que crezcan ni progresen.

Hay quien ha comparado el microentorno con un jardín en el que empiezan a crecer las malas hierbas. Si no las sacas o las controlas a tiempo, empezarán a multiplicarse y serán más difíciles de eliminar.

Otra forma de verlo sería como la de un paraje natural en el que permiten instalar un hotel o urbanización turística. Si su construcción no se evita o frena a tiempo, atraerá nuevos turistas y comercios, colonizando y dañando el paisaje entero.

La teoría de Bissell tiene varios puntos a favor. Por ejemplo, sus experimentos en el ala de los pollos, o sus estudios en que conseguían revertir tumores actuando únicamente sobre unas proteínas del microentorno, y solo cuando se cultivaban en tres dimensiones.

Otro ejemplo a favor es el de los tumores hereditarios: una mutación en el gen BRCA1 aumenta el riesgo de cáncer de mama y de ovario, pero apenas afecta a otros órganos. ¿Si todas las células del cuerpo tienen la mutación, por qué no todas sufren las consecuencias? La explicación de Bissell es que el entorno de esos órganos influye de forma determinante.

Aún más allá. Se estima que más de un tercio de las mujeres entre 40 y 50 años tiene algún pequeño tumor de mama, aunque solo sean relevantes, se desarrollen y diagnostiquen en una de cada cien. Algo similar sucede con el cáncer de tiroides y el de próstata en hombres. Para Bissell es el entorno el que los controla, hasta el punto de afirmar que “seguimos secuenciando [el genoma de los tumores] como si no hubiera un mañana, pero sin considerar que eso deja un montón de cuestiones sobre el cáncer sin resolver”.

“Estoy convencido de que tiene parte de razón”, asegura Batlle, “pero diría que lo que influye es una combinación entre la genética del tumor y el entorno”.

Si el inicio es inevitable, hay que trabajar en la contención, especialmente en la prevención de las metástasis. Cuando el tumor secuestra el entorno lo pone a trabajar a su favor, buscando crecer y diseminarse.

Estrategias para cultivar el microentorno

Una forma de hacerlo fue descrita por otro grupo de investigadores liderados entre otros por Héctor Peinado, en el Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO): vieron que los tumores liberan unas pequeñas bolsas (llamadas exosomas) específicas para cada tejido y que viajan por el cuerpo preparando el terreno. Son la forma de cultivar un “suelo apropiado”, que diría Paget, en una actualización molecular de su teoría.

Ahora mismo hay pocos tratamientos basados en el microentorno. Los más usados son los que inhiben o estabilizan la formación de nuevos vasos sanguíneos y los que tienen que ver con la inmunoterapia, si esta se considera parte de él.

Según Peinado, “uno de los mejores tratamientos para mejorar el microentorno es la simple adquisición de hábitos saludables, como perder peso o dejar de fumar, algo que podemos hacer día a día sin necesidad de ir al médico”.

Otras vías ya más específicas son las de los exosomas —aunque los estudios son muy iniciales— o el uso de inhibidores de TGFβ. El grupo de Batlle inició una colaboración para trasladar los resultados de su laboratorio a pacientes, “pero el ensayo clínico tuvo que suspenderse. Los fármacos no eran muy eficaces y daban problemas de corazón. Sin embargo, ahora se han iniciado nuevos ensayos con inhibidores mucho mejores”.

“¿Superará esta complejidad cualquier esperanza de desarrollar terapias efectivas o permitirá desarrollar otras mejores y personalizadas?”, se preguntaban en un artículo.

“Hay muchos caminos atractivos y muchos esfuerzos puestos en ellos”, asegura Batlle. “Lo que tengo claro”, continúa, “es que si queremos curar a más pacientes tendremos que usar la inmunoterapia a la vez que modificamos el microentorno. Debemos entender el tumor como la interacción de múltiples elementos, como una selva, como un ecosistema”.

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