No era broma. Hace unas semanas, Gwyneth Paltrow presentó una vela llamada “This Smells Like My Vagina” (Esto huele como mi vagina) en su tienda online. La primera reacción ante el nuevo producto vendido por la actriz de 47 años fue de sorpresa. La segunda, de curiosidad.

La descripción alimentaba el misterio: “Con un aroma divertido, hermoso, sexy y maravillosamente inesperado, esta vela está hecha con geranio, bergamota cítrica y absolutos de cedro yuxtapuestos con rosa de Damasco y semillas de ambrete para recordarnos la fantasía, la seducción y un calor sofisticado”.

El precio (75 dólares) no ahuyentó a los compradores y se agotó en menos de un día. En medio de los incendios en Australia, la ganadora del Oscar por Shakespeare in Love había usurpado la atención mundial por hablar de un tema del que no se habla.

“Todo empezó como un chiste”, explicó entre risas Paltrow en el talk show del comediante Seth Myers. “Estaba con el perfumista Douglas Little probando una nueva fragancia y dije: Esto huele como mi vagina. Y así quedó. Es muy punk rock. Muchas mujeres hemos crecido con cierto grado de vergüenza respecto a nuestros cuerpos, así que pensé que esta vela tenía algo de subversivo”.

A las vaginas se las ha demonizado, fumigado, castrado, silenciado. “Funcionan como una especie de Rorschach cultural”, señala la escritora y feminista Naomi Wolf, autora del libro Vagina: Una nueva biografía de la sexualidad femenina (2012). “Refleja la atracción que provoca en los demás y las inquietudes, a menudo contradictorias, que genera”.

Los genitales femeninos han sido una de las partes más estigmatizadas del cuerpo humano, un histórico territorio de disputa, cargado de vergüenza, estigmas y tabúes sociales. Como detalla la académica Emma L. E. Rees en The Vagina: A Literary and Cultural History (2015), en comparación con los genitales masculinos, las representaciones de la vulva en el arte son bastante raras hasta el siglo XX.

La historia de la ciencia exhibe las ideas erróneas que han rodeado a la vagina, el útero, el clítoris. En Timeo (siglo IV a. C.), Platón describe el útero como un animal capaz de deambular por todo el cuerpo, una idea que también compartían Hipócrates y sus seguidores y que probablemente fue tomada de los egipcios.

El papiro Ebers —uno de los más antiguos tratados médicos conocidos, de hace 3.500 años— incluye recetas para volver al útero a su debido lugar mediante la introducción de sustancias aromáticas por la vagina, como humo de maderas perfumadas.

De cultura a cultura, esta creencia migró, atravesando mentes y cuerpos. Nadie dudaba. Se pensaba que el útero era como un animal doméstico indisciplinado que contaba con su propio sentido del olfato y cuyas agitaciones explicaban el inherente carácter nervioso de las mujeres.

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La innombrable

Unsplash | Timothy Meinberg

Una encuesta de 2016 de la organización benéfica Eve Appeal en el Reino Unido arrojó que el 65% de las mujeres consultadas de entre 18 y 24 años evitaban usar las palabras “vagina” o “vulva”, además de desconocer su anatomía. Incluso no iban al médico para hablar sobre sus problemas ginecológicos.

No se trata de un hecho aislado. En varias culturas, la propia palabra “vagina” arrastra una sombra de vergüenza. Como recuerda el sexólogo holandés Jelto Drenth en El origen del mundo: Ciencia y ficción de la vagina (2008), el misterio que rodea al sexo femenino se ve también reflejado en los eufemismos usados para designarlo: “allá abajo”, “tercera axila”.

Según el lexicógrafo Jonathon Green, la primera aparición registrada de la palabra “cunt” (coño) data de 1230 y solo adquirió su carga despectiva mucho más tarde, hacia fines del siglo XVIII.

Los textos sagrados taoístas, como El arte de la alcoba, se refieren a la vagina como “puerta celestial”, “bola roja”, “lugar oculto”, “puerta de jade”, “valle misterioso”, “puerta misteriosa” y “tesoro”. Sigmund Freud la denominaba “continente oscuro” por la sensación desalentadora que siempre le provocaba la sexualidad femenina.

Cada país reproduce y cuenta con su arsenal de términos coloquiales propios para eludir la problemática palabra que comienza con “v”: concha (Argentina), arepa (Colombia), chucha (Ecuador), micha (Panamá), pucha (México), marraqueta (Chile).

De todo el aparato reproductor femenino, los antiguos médicos griegos estaban obsesionados en especial con el útero. Según la historiadora Katharine Park, autora de Secrets of Women: Gender, Generation, and the Origins of Human Dissection (2006), este órgano era el último enigma anatómico, una especie de cámara oscura en la que se podía imaginar el misterio del ser corporal.

El médico Areteo de Capadocia llegó a comparar en el siglo I al útero con un animal inquieto que solo respondía a los olores. “Se deleita con olores fragantes y avanza hacia ellos —escribió quien también es recordado como el primero en describir los síntomas de la diabetes—. Tiene una aversión a los olores fétidos y les huye. Es como un animal dentro de un animal”.

Si el útero se movía hacia arriba, por ejemplo, provocaba debilidad y vértigo. Si descendía, la mujer padecía una fuerte sensación de asfixia, pérdida del habla y sensibilidad. Los médicos hipocráticos pensaban que una especie de tubo atravesaba el cuerpo femenino, un extremo estaba en la boca y la nariz y el otro en la vagina. Ese conducto podría bloquearse fácilmente, evitando así la concepción. Para evitarlo, en los Tratados hipocráticos, se recomienda colocar una cabeza de ajo en la vagina o en la boca y luego verificar si el olor atravesaba el cuerpo.

Para curar los malestares mensuales, la apatía, la infertilidad y toda clase de males —ideas de las que siglos después se desarrollaría el concepto de histeria—, los curanderos de Atenas solían atraer al útero a su posición con agradables aromas aplicados en la vagina o alejarlo con olores nauseabundos bajo la nariz, además de hacerles beber a sus pacientes fuertes sustancias aromáticas mezcladas con vino, como recuerda el historiador Sander L. Gilman en Hysteria Beyond Freud (1993).

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Obsesión por el desodorante genital

Hasta el siglo XVII, los médicos prescribieron la fumigación de los órganos sexuales femeninos con toda clase de olores y hierbas para calmar los malestares, como se ve en libro anatómico Catoptrum Microcosmicum (1667) del holandés Johann Remmelin o Espejo de viejos y nuevos tiempos de Jacob Cats (1632). En su Compendio de mala salud, el médico Johan van Beverwijck recomienda plumas quemadas, en particular perdices y restos de zapatos quemados.

En una época en la que se hablaba también de la existencia de corrientes de aire vaginales —que dieron lugar a innumerables historias de fertilización mediante el aire—, las mujeres abrían las piernas o se acuclillaban sobre una especie de incensario y esperaban que sus vaginas fueran fumigadas. Otras iban más allá y utilizaban un consolador hueco perforado.

Con los años estos extraños tratamientos fueron abandonados y quedaron como curiosidades históricas en antiguos tratados médicos. Sin embargo, sobrevivieron en sus descendientes: la ducha y los desodorantes vaginales —toallitas húmedas perfumadas, polvos, aerosoles, geles insertables— que hicieron pensar a las mujeres que sus cuerpos son inherentemente sucios, malolientes, posible objeto de burla.

A fines de la década de 1920, el desinfectante Lysol comenzó a comercializarse como un producto de higiene femenina. Se decía que el lavado vaginal prevenía olores incómodos, preservaba la juventud y aseguraba la felicidad marital. Aunque no en todos los casos: un estudio de 1933 entre 507 mujeres que utilizaron este producto como método anticonceptivo reveló que casi la mitad de ellas quedaron embarazadas.

Como cuenta la historiadora Andrea Tone en su libro Devices and Desires: A History of Contraceptives in America (2001), hubo incluso casos de 193 envenenamientos y cinco muertes por irrigación uterina, aunque estos informes fueron encubiertos. En 1952 la compañía que lo fabricaba (Lehn & Fink) cambió la fórmula, que hasta entonces contenía cresol, un compuesto que en ciertos casos causaba inflamación y ardor.

Los prejuicios raciales enquistados en la sociedad estadounidense hicieron que las mujeres afroamericanas usaran más desodorantes genitales que cualquier otro grupo de mujeres. “Para muchos afroamericanos, un cuerpo limpio y sin olores significaba progreso personal y la esperanza para la asimilación racial”, escribe Michelle Ferranti, autora de la investigación An Odor of Racism: Vaginal Deodorants in African-American Beauty Culture and Advertising (2011).

Compañías como Johnson & Johnson aprovecharon el deseo de aceptación social y sacaron provecho después de la Segunda Guerra Mundial: distribuyeron sus productos en lugares típicamente asociados con la cultura negra, como iglesias y salones de belleza. En 2013, miles de mujeres demandaron a esta multinacional por no advertir a los consumidores sobre el potencial carcinogénico de sus productos íntimos.

Aromas de mujer

En una época en la que los anuncios de desodorantes femeninos inundaban las revistas femeninas, Germaine Greer expuso cómo los químicos de tales productos podían dañar las membranas mucosas. La escritora australiana buscó persuadir a las mujeres de que se sintieran orgullosas de sus olores vaginales, que son muchos y variados.

Como otras regiones del cuerpo, la vagina cuenta con su propia firma aromática provocada por una población bacteriana en un delicado estado de equilibrio. Entre sus residentes dominantes figuran los lactobacilos, las mismas bacterias presentes en el yogur, que se encargan de garantizar un espacio que no sea propicio para el crecimiento de microorganismos patógenos.

Para eso bombean continuamente ácido láctico que mantiene el ambiente vaginal a un pH bajo y mata o desalienta el avance de virus o bacterias dañinas. Si por alguna razón hormonal no se genera suficiente de este compuesto químico, se desata un efecto en cadena: microorganismos invasores se multiplican por millones en poco tiempo y destruyen la armonía vaginal. “Incluso los niveles de estrés pueden afectar el equilibrio de la bacteria natural llamada microbioma vaginal”, dice la ginecóloga neozelandesa Olivia Smart.

Las bacterias así comienzan a generar proteínas ricas en metilaminas, un gas incoloro derivado del amoníaco con un fuerte olor a pescado. Es lo que se conoce como vaginosis bacteriana, la infección vaginal más común, que afecta a casi todas las mujeres en edad reproductiva por lo menos una vez en su vida.

En un ciclo natural, la mujer despide el olor vaginal más fuerte en los días entre la menstruación y la ovulación. Las estudiantes de medicina Nina Brochmann y Ellen Støkken recuerdan que en Noruega usan la palabra “discomus” (“ratón de discoteca”) para describir el olor a entrepierna tras realizar ejercicio o bailar. “En realidad, no huele mal; tan solo es un olor intenso”, escriben en The Wonder Down Under: A User’s Guide to the Vagina (2017).

Con su imperio de salud y bienestar valorado en 250 millones de dólares que incluye una serie documental en Netflix, Gwyneth Paltrow ha capitalizado la ancestral vergüenza vaginal. Y no sin controversias. En 2015, puso a la venta un vaporizador vaginal. Luego promocionó huevos de jade que se insertan en las partes íntimas para “aumentar el chi, los orgasmos, el tono muscular vaginal, el equilibrio hormonal y la energía femenina en general”.

El sitio web de supuesto bienestar recibió multas de 145.000 dólares y las críticas de la comunidad científica internacional por sus productos y terapias sin evidencia, que no solo estafan a las compradoras, sino que incluso pueden llegar a ser peligrosos para la salud.

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