Mickey Mouse es un personaje entrañable, que ha formado una parte importante de la infancia de varias generaciones de niños de todo el mundo, desde su creación en 1928. Tal es su poder de atracción que todavía como adultas muchas personas llevan orgullosas todo tipo de ropa y objetos estampados con la imagen del simpático ratón de grandes orejas. Su popularidad es indiscutible. ¿Pero le encomendaríamos nuestros más ansiados deseos o trataríamos de pedirle que vele por nosotros y nuestros seres queridos?

Estas cuestiones son impensables para un personaje de dibujos animados, pero no tanto para cualquiera de las deidades religiosas que existen en el mundo. Nadie reza a Mickey Mouse, ni espera que le guíe por el buen camino, ni construye santuarios dirigidos a su culto (Disneyland no cuenta). Entonces, ¿por qué todo eso sí es posible para muchas personas cuando se cambia la figura del ratoncito por la del Dios o los Dioses de su religión? Esta es una pregunta que se han hecho los psicólogos durante años, dando finalmente lugar a lo que se conoce como “El problema de Mickey Mouse”. Pero no solo los profesionales de la psicología se han interesado por ello. De hecho, uno de los científicos que más han trabajado en dicho tema en los últimos años ha sido Thomas Swan, quien después de doctorarse en física nuclear en 2011 decidió comenzar un nuevo doctorado en un área totalmente diferente. El resultado ha sido una segunda tesis, en la que trata de responder a esta incógnita, prácticamente tan antigua como la propia humanidad.

La evolución de una religión

Históricamente, los psicólogos han tratado de definir una serie de características muy concretas, que propician que un movimiento se convierta en religión o que un personaje pase a ser adorado como deidad.

Sin embargo, con el tiempo, algunos antropólogos, como Pascal Boyer y Scott Atran, han pasado a explicar este fenómeno desde un punto de vista evolutivo, analizando bajo qué condiciones una idea reúne los requisitos suficientes para impresionar a una población. En general, definen que las personas tienen una idea intuitiva de lo que es el mundo que les rodea, tanto a nivel físico como de los animales, las plantas y las relaciones sociales con otras personas. Esto es lo que se conoce como física popular, biología popular y psicología popular. Así, si una creencia difundida entre la población difiere mucho de estas ideas, no conseguirá impresionarla lo suficiente. En cambio, si hay solo una ligera desviación, a sus miembros les será sencillo recordarla y difundirla, dando lugar con el paso del tiempo a una religión. Pero es aquí donde nace el Problema de Mickey Mouse. Ciertos personajes, como el ratoncito de Disney, tienen la capacidad de impresionar a las personas y perdurar en su recuerdo, pero no lo suficiente para tomarse como deidades. Esto implica que debe haber otros factores que no se han definido en profundidad. Según expuso Atran en uno de sus libros, sobre la neuropsicología de la religión, la razón podría ser que las historias que rodean a un personaje adorado como deidad abordan temas importantes para el ser humano, como la vida y la muerte, mientras que los de Mickey Mouse y otras figuras ficticias similares tratan asuntos mucho más triviales. Esto es algo en lo que coincidió en 2016 la psicóloga Mary Harmon-Vukic, en un estudio en el que concluía que los agentes religiosos deben mostrar un claro interés por los asuntos humanos.

¿Dioses o superhéroes?

Si bien personajes como el de Mickey Mouse están enmarcados en un escenario muy simple, con temáticas inocentes, dirigidas a los niños, otros, como los superhéroes, sí que incluyen asunto mucho más trascendentales en sus historias. Entonces, ¿qué los hace diferentes?

Para responder a esta cuestión, el doctor Swan, junto a otros investigadores de la Universidad de Otago, llevó a cabo un estudio, publicado en PLOS ONE, en el que intervinieron 300 participantes, de los cuales 160 se declararon seguidores de una religión concreta y el resto ateos o agnósticos.

Todos ellos tuvieron que completar tres tareas muy concretas. La primera consistía en inventar un nuevo ser ficticio o una entidad religiosa y enumerar cinco de sus cualidades sobrenaturales. A continuación, tenían que clasificar todas esas cualidades, según si creían que podrían pertenecer a un ser humano o no. De este modo se evaluaba el nivel de desviación con respecto a la física, la biología y la psicología populares. Finalmente, se les preguntaba la amenaza potencial y el beneficio que supondría para ellos encontrarse con estos personajes.

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La segunda actividad se basaba en hacerles observar una lista de habilidades sobrenaturales que podrían aplicarse a personajes ficticios y entidades religiosas y preguntarles con qué probabilidad creían que podría poseerlas un ser humano.

Para acabar, la tercera tarea consistía en hacerles enumerar cinco agentes religiosos o personajes ficticios conocidos, del presente o del pasado. Los primeros se definieron como entidades en cuya existencia creen muchas personas y que forman parte de una religión. Los segundos, en cambio, como entes en los que prácticamente nadie cree. Una vez enumerados, todos tuvieron que calificarlos en base a los posibles beneficios y daños que podrían obtener tras un encuentro con ellos, asumiendo que creían en su existencia.

Tras el análisis de los resultados de las tres pruebas, se llegó a dos conclusiones muy claras. Por un lado, que al inventar personajes la mayoría de participantes tendieron a que los poderes de los entes religiosos estuviesen basados en la mente. Por ejemplo, destacaban habilidades como la lectura de la mente o la omnisciencia. En cambio, los personajes ficticios desafiaban las creencias populares sobre humanidad en otros puntos, como volar o vivir eternamente. Además, eran destrezas mucho más claras, mientras que en el caso divino sus capacidades se mostraban más ambiguas.

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Por otro lado, los personajes ficticios no religiosos se clasificaban como héroes o villanos, mientras que las deidades se definían con la dualidad de poder hacer el bien, pero también infundir miedo cuando fuera necesario. Es por eso que las poblaciones humanas históricamente han adorado y respetado a sus dioses. Esto, además, los hace seres plausibles, que no se alejan desmesuradamente de las creencias populares.

La conclusión del estudio de Swan es que los personajes divinos nos atraen por ser psicológicamente útiles. Precisamente por eso las creencias de cada individuo deben respetarse, siempre que no supongan ningún perjuicio para el resto de personas. Desde tiempos inmemoriales, la religión se ha convertido prácticamente en una necesidad para el ser humano. Ahora, estos científicos saben por qué.

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