Desde que aquellas figuras alargadas disfrutaban bebiendo de sus cafeteras, decidí probar aquella pócima que instantáneamente me convertiría en un adulto de verdad.

«Un espresso doble por favore» decía con mi vago accento italiano, y mientras mi madre se burlaba pasaba un pequeño vaso de plástico con un líquido negro como el petróleo. Comenzando en un reto de hermanadad ambos hermanos decidimos probar en un disparo la poción, siguiendo la estrategia de mis mayores de esconder el líquido en el piso después del primer sorbo.

Sentí únicamente un sabor amargo en la boca, que al parecer provenía de la pobre habilidad de esa fuerza materna que me descubrió en el acto para prohibirme el café por lo menos hasta una década después.

Lo odié por la vergüenza ocasionada hasta que resonaba a la distancia un hedor irresistible.

Aunque por parte de mi padre nunca hubo muchos problemas

Era blanco «explíquenme criaturas con delantal, qué puede ser esta nueva invención», la espuma se desbordaba y sin ver a nadie más lo bebí como esa bala de meses anteriores. La reacción fue tan fuerte que debí huir del establecimiento cuando un desconocido me reclamaba apartándome de "su mesa".

Todavía recuerdo las imágenes que evocaba lo que después se nombraría como el singular arte del barista, y si bien nunca tuve el valor de volver a la cafetería o rechazar otro de esos espressos maternales, encontré la etapa final de mi viaje descafeinado y con dos cucharadas de azúcar.

En Corea se encuentra el maestro barista Kangbin Lee que básicamente se especializa en deslumbrar al mundo con sus pequeñas creaciones de crema e ingenio que despliegan habilidades artísticas de un muy corto tiempo de duración. Sin duda visitaré Corea algún día donde puedo asegurarme de seguir aquellos hedores celestiales y robarle a otro cliente su porción de arte que sólo debería ser bebido por conocedores como yo.

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