En 2023, El exorcista del Papa, sorprendió. La película, basada en las memorias — en apariencia reales — del exorcista de la diócesis de Roma Gabriele Amorth (encarnado por Russell Crowe — era una combinación curiosa. Por un lado, tomaba el tópico de las posesiones y lo llevaba a un nivel nuevo de conspiración casi detectivesca. Al otro extremo, tenía un extravagante sentido del humor, que convertía al argumento entero, en una sucesión de sorpresas. Pero lo que más asombró — además del personaje de Crowe cruzando Europa en una Vespa — fue que resultó un éxito en taquilla. Además, de un renovado interés por el género de las posesiones demoníacas.
Pero, la cinta hizo algo más. Permitió que El exorcismo de Georgetown, que se encontraba olvidada en el terreno de nadie de las producciones en medio de disputas legales, llegara a la pantalla grande. La producción, que se rodó en 2019 y se encontraba en mano, de Miramax, se benefició del éxito de la anterior película de Crowe. Por lo que consiguió finalmente un estreno en salas. Además, demostrar, una curiosa sincronía entre temas. Al igual que El Exorcismo del Papa, explora desde un punto original el tópico de las posesiones y la violencia sobrenatural. Pero allí terminan los parecidos entre ambas películas.
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El exorcismo de Georgetown
El exorcismo de Georgetown mezcla la metarreferencia con el género del terror y el tropo de las posesiones. El resultado es más o menos tibio y se queda a la mitad en muchas de las ideas que propone. Eso, al olvidar su sugerente primera parte, en que hace guiños a películas más célebres dentro de la temática y las enlaza con la suya. Pero el experimento no lleva a ningún lado y termina en una conclusión insípida.
El exorcismo de Georgetown tiene exclusivo interés en el hecho de cómo se interpreta una posesión en un contexto aparentemente real. De hecho, el director Joshua John Miller — como dato curioso, es el hijo de Jason Miller, el padre Karras en El exorcista de 1976 — explora la idea desde su realidad física. Por lo que utiliza una premisa, al menos, curiosa. Russell Crowe interpreta a Anthony Miller, un actor que tiene una última posibilidad de salvar su carrera cinematográfica. Y esa llega, al interpretar a un exorcista. Hacerlo, además, en el peor momento de sus adicciones y monstruos internos.
Una buena idea que podía dar más de sí
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Por supuesto, buena parte de la efectividad del guion — también del director, en colaboración con M.A. Fortin — se basa en la metarreferencia. Por lo que sus primeros minutos, son un juego de guiños a las grandes películas del género de terror, por supuesto, con El exorcista incluido. El realizador sabe que su apuesta es segura, por lo que el escenario se construye con detalle. Anthony no tiene creencia alguna en lo sobrenatural. Tampoco le interesa hacerlo. De hecho, su participación en la película de terror es meramente accidental y así lo deja claro la trama.
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Lo que hace, que cuando los síntomas de un evento sobrenatural comiencen a manifestarse, los confunda directamente con su propia experiencia en el mundo de la droga o los desequilibrios mentales. De hecho, uno de los elementos más interesantes de la película, es la insinuación, no del todo sutil, que el Anthony Miller, interpretado por Crowe, podría ser una versión para la ficción de Jason Miller, padre del director. Este último, afectado por todo tipo de padecimientos debido al consumo de drogas e incluso, problemas mentales.
Un argumento interesante que pierde interés
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Ya sea por casualidad o porque el director explora en esta inevitable comparación, la primera parte de la cinta, transcurre en medio de una sensación de incomodidad. En específico, porque Anthony lucha contra su mente en un espacio en que la locura parece una respuesta sencilla a los síntomas que padece. El guion aprovecha la sensación de desorientación y tribulación, para brindar al personaje la sensación que está a punto de sucumbir a la oscuridad. Ya sea una sobredosis o algo peor.
Pero la sugerente idea de inmediato cae en segundo plano, cuando la película abandona la originalidad de su premisa, para avanzar por lugares más convencionales. El exorcismo de Georgetown, se convierte entonces en una curiosa — y no siempre eficaz — combinación de películas sobre eventos sobrenaturales y un mundo más osado. Pero este último, no avanza hacia ninguna parte, sino que parece ser lo menor importante en el relato. Pronto, Anthony comienza a manifestar todos los síntomas acostumbrados de la posesión, acentuados y exagerados, para separarlos de la idea romantizada del cine.
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O al menos, esa parece ser la intención de la película, que transforma sus síntomas físicos, en una larga y ofuscada degradación mental del personaje. Olvidada la metarreferencia, la cinta se convierte en un festival de gritos, vómitos y convulsiones, sin que la trama logre explicar del todo — y de manera clara — hacia dónde se dirige y el motivo por el cual lo hace en esa dirección. Lo que deja a la cinta sin demasiados recursos para avanzar hacia su precipitado y predecible final.
Una conclusión insípida
Se lamenta que El exorcismo de Georgetown sea menos brillante de lo que insinuó pudiera ser. En especial, al malgastar sus recursos en una puesta en escena barata que rinde un tributo superficial a otras cintas mayores y mejor ejecutadas. Para su tramo final, la película parece solo repetir fórmulas excesivas y escandalosas, sin mayor conexión con sus primeros minutos. Se echa de menos que la trama profundizara en la filmación — que simplemente desdeña sin mayor explicación — y sobre todo, el cómo los grandes temas de la historia quedan en el aire.
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Apresurada, sin mucho que decir y dejando a un lado lo que pudo ser una ingeniosa mirada del terror desde el terror, El exorcismo de Georgetown se queda a medias. Pero mucho más, decepciona por no respetar sus propias ideas y convertirlas en atractivos anzuelos que no llevan a ninguna parte. Para su conclusión, la cinta pasa a ser una del montón. Algo lamentable cuando prometía justo lo contrario.