A grandes males, grandes remedios. Hubo una época en la que no poder comer carne de castor durante la Cuaresma en América era todo un problema. Por eso, la Iglesia Católica no dudó en dar una solución rápida al tema. “¿Nada y vive en el agua? Sí. Pues entonces no es carne, es pescado. Podéis ir en paz”.

En realidad esta no es una reproducción fiel de las palabras que se pronunciaron. Es más bien una dramatización, pero lo cierto es que debió ser algo así. Ocurrió en el siglo XVII, en Quebec, aunque la resolución se extendió por toda América e incluso terminó convirtiéndose en una tradición que aún hoy se mantiene en algunos puntos de esta parte del mundo.

Eso sí, ahora más que con el castor se mantiene con el roedor más grande del mundo: el capibara.

La fiebre del castor

El castor es un animal fascinante. Su gran habilidad para construir presas los convierte en verdaderos moldeadores de los ecosistemas. Se trata de construcciones que pueden inundar cultivos y bosques, pero también resultan de utilidad si se erigen cerca de zonas áridas. Esto se debe a que ralentizan el flujo de agua de los ríos, manteniendo la humedad tan necesaria en estos lugares.

También evitan la erosión y ayudan a purificar el agua, atrayendo nuevas especies de aves, peces y anfibios. 

Los castores ayudan a moldear los ecosistemas

Los hay tanto en Europa y Asia como en América. Y es precisamente en este último continente donde se enmarca nuestra historia. Se calcula que desde México hasta el norte de América llegaron a vivir entre 40 y 600 millones de castores en su época dorada. Sin embargo, la llegada de los colonos europeos desató una intensa fiebre por cazarlos, con el objetivo de obtener su carne, sus pieles y las secreciones de sus glándulas anales. Esta sustancia, conocida como castoreum, ha tenido históricamente una gran utilidad, primero con fines curativos y más tarde como aditivo de perfumes y alimentos. Estos dos últimos se le siguen dando aún en la actualidad, sobre todo para aportar sabor a vainilla en la industria alimentaria.

Lamentablemente, esta fiebre redujo notablemente las poblaciones de castor, llevándolos casi a la extinción. Hoy en día las estrategias de conservación han vuelto a levantar un poco la cifra, pero solo hasta los 12 millones

No es carne, son peces

La llegada de los colonos europeos no solo trajo la caza del castor a América. También la religión católica. Muchos indígenas de diferentes puntos del continente terminaron convirtiéndose, abrazando todas sus costumbres. 

El problema es que algunas les resultaban más difíciles. Por ejemplo, en el caso de la Cuaresma, cuando estaba prohibido comer carne, los feligreses canadienses lo pasaban realmente mal por no poder recurrir a la exquisita carne del castor. Tal era su desconsuelo que el Obispo de Quebec terminó por consultar a sus superiores si se podía hacer algo al respecto. 

Su cola escamosa y su estilo de vida semiacuático fueron las condiciones para catalogarlos como peces

Y no dudaron. Al tener una cola escamosa y pasar parte de su vida en el agua, decidieron catalogarlo como pescado. Quizás hubiese sido más fácil preguntar a un biólogo. Pero bueno, si los panes se pueden convertir en peces, ¿por qué no se iba a poder hacer lo mismo con un castor?

Como resultado, los feligreses católicos pudieron seguir disfrutando de este exquisito manjar en cuaresma. Y también del capibara. Este es un animal, conocido por ser el roedor más grande del mundo, típico de Sudamérica. En esta parte del continente, por lo tanto, era a ese al falso pescado al que recurrían para aliviar sus conciencias. Al final, la triquiñuela se convirtió en tradición y hoy en día se ha convertido en un plato típico de la Cuaresma venezolana. Carlos Linneo, el padre de la taxonomía, llora en su tumba por ello. Pero al menos tenemos una historia muy curiosa que contar. 

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