Uno puede apostar a que, si los espectadores piensan en el humorista británico Ricky Gervais, les vendría a la mente el humor más despiadado e incorrecto del mundo. La mayoría del público lo conoce por la serie The Office (2001-2003), de la que es cocreador junto con su colega Stephen Merchant, y porque ha presentado la gala de los Globos de Oro en seis ocasiones entre 2010 y 2020. Además, ha repetido con su compatriota para conducir Extras (2005-2007) y la versión estadounidense de The Office (2005-2013), a la que se unió Greg Daniels. Y también ha dirigido las películas Increíble pero falso (2009), con Matthew Robinson, y Cruce de destinos (2010), con Merchant de nuevo.
Por este currículum, uno nunca podría adivinar lo emotiva que es After Life (desde 2019). La mala leche y la acidez de Gervais están ahí, en los diálogos del primer episodio, como de costumbre, pero su alcance cómico es bastante limitado porque su puesta en escena parece más desangelada que en otras ocasiones. Pero es que, por otra parte, la depresión y el nihilismo de su Tony Johnson no van de broma ni se pretende hacer reír con ellos más que cuando desconcierta a otras personas. Su drama interior, fruto de un suceso trágico, es muy real y cuenta en el tono de la serie y en la intención de producir emociones en el público que distan de ser hilarantes: Gervais quiere conmovernos. Así, dicho tono se ve difuminado.
Pero, a partir del capítulo dos, no hay desangelamiento ni difuminación que valgan, y tanto el humor incisivo como la emotividad funcionan de maravilla, hasta incluso la carcajada si uno comparte el carácter irrespetuoso de Gervais. Y que escoja como uno de sus principales y merecidos blancos las ridiculeces del periodismo local de provincias nos obsequia con unas risas muy satisfactorias. Por otra parte, si uno disfrutó con Downton Abbey (Julian Fellowes, 2010-2015) y su largo homónimo (Michael Engler, 2019), le encantará ver aquí a la habitual Penelope Wilton (Match Point) —la idealista Isobel Crawley en aquella ficción televisiva tan deliciosamente british— como Anne Pearson.
Y nos damos cuenta de que esta comedia oscura, solo podía proceder de la creatividad de Gervais por el ya mencionado sentido del humor cáustico y, oh, por uno de los ingredientes de la personalidad de Johnson: su escepticismo implacable, que es el del cineasta inglés. Hacía tiempo, además, que uno no se encontraba con una serie con esta clase de existencialismo, tal vez desde A dos metros bajo tierra (Alan Ball, 2001-2005), y la extraña elocuencia vital de Girls (Lena Dunham, 2012-2017) y su don para remover nuestras emociones mientras consigue que nos despepitemos. No resulta tan dolorosa como ambas, claro, pero sí es igual de consciente sobre la vida y muy verdadera.
El episodio con el que acaba la temporada uno está destinado a hacernos sentir bien, y After Life podría terminar con su última escena sin mayores inconvenientes. Pero Netflix quería más de Gervais —y nosotros—, así que encargó un segundo ciclo que, al fin y a la postre, sirve para ahondar en la verosimilitud de la evolución anímica de Johnson: su discurso no es de una excesiva profundidad o una elocuencia admirable, lo que no se siente necesario porque tampoco se hunde en la estupidez hueca del positivismo irracional tan en boga, pero apunta razonablemente a que no es tan fácil salir del pozo.
Los actores secundarios lucen muy veraces y encantadores, más allá de la intachable Penelope Wilton, desde Tom Basden (The Wrong Mans) como Matt, Tony Way (Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres) en la piel de Lenny, Diane Morgan (Cunk on Britain) como Kath, Mandeep Dhillon (24: Vive otro día) interpretando a Sandy, Roisin Conaty (GameFace) como Roxy, Ashley Jensen (Catastrophe) de Emma, Joe Wilkinson (Sex Education) como Pat, David Bradley (Juego de tronos) encarnando a Ray Johnson, Paul Kaye como el psiquiatra, Tim Plester (Juego de tronos) de Julian, David Earl como Brian Gittins o, por supuesto, Kerry Godliman (Derek) en los zapatos de Lisa.
La planificación visual de ambas temporadas nunca abandona la funcionalidad más estricta, y Gervais la salpimenta a veces con los montajes musicalizados de rigor, especialmente en los tramos finales. Pero no requiere otra cosa para que nos carcajeemos ni para tocarnos la patata de buena manera, y en la tanda segunda, da la sensación de que la preocupación fundamental es, de hecho, poner nuestra patatuela en la diana, porque hay menos risas —aunque siempre sonoras— y más emotividad. Y cómo consigue Gervais, sin trampa alguna, que se nos asomen las lágrimas a los ojos, y qué creíble su personaje. De modo que más raciones de Tony Johnson en Netflix, por favor.