El pasado 29 de enero se daba a conocer el primer caso de un supercontagiador del nuevo coronavirus, que ya llevaba un mes expandiéndose por China y parte del mundo. Se trataba de un hombre chino que, hasta el momento, había contagiado él solo a al menos 16 trabajadores sanitarios del centro en el que se encontraba ingresado. Unas semanas después, el 20 de febrero, comenzó el repunte de casos en Corea del Sur, con 31 nuevos positivos, la mayoría de los cuales parecían estar relacionados con una sola paciente.

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Los supercontagiadores son un claro factor negativo en el esparcimiento de epidemias, como esta que nos ocupa actualmente. Pueden existir por muchos motivos, desde la presencia de sistemas inmunitarios debilitados, que permiten la acumulación de gran cantidad de partículas virales en su organismo, hasta la interacción de diferentes patógenos. Esto último es un hecho más que estudiado. Sin embargo, a la hora de desarrollar modelos de transmisión de una enfermedad concreta, solo suele tenerse esta en cuenta, sin contemplar la posibilidad de que otro virus o bacteria haya podido favorecer su dispersión. Y eso precisamente es lo que ha tenido en cuenta un equipo de investigadores del Instituto Santa Fe, de Estados Unidos, en un estudio, publicado hoy en Nature Physics.

Epidemias y relaciones sociales

Los autores de este estudio comparan la propagación de enfermedades con las relaciones sociales. De hecho, en un comunicado, uno de ellos, el profesor de ciencias de la computación Laurent Hébert-Dufresne, lo compara con la forma en que un grupo de amigos hablan sobre la película nueva de Star Wars: si diez amigos te dicen que es muy buena y que deberías verla, es más probable que les hagas caso, en comparación con si es solo uno el que te repite la recomendación hasta diez veces.

Ocurre lo mismo con las enfermedades. Si son varias las que entran en escena, es más probable que ambas se difundan o incluso que su virulencia sea mayor. Por ejemplo, si una enfermedad como la neumonía coincide con la gripe, los estornudos de los pacientes pueden acelerar su difusión. Además, si la primera patología debilita el sistema inmunitario del paciente, es más probable que la segunda cause más estragos que si hubiese sido la única infección en su organismo. Esto es algo que también se muestra en un estudio sobre supercontagiadores de 2011, en el que se observa que, por ejemplo, la infección de uno de los principales virus responsables del resfriado común, el rhinovirus, aumenta en gran medida la propagación de la bacteria Staphylococcus aureus.

Pero las relaciones sociales no solo juegan un papel comparativo en este estudio. También son una pieza clave de sus resultados. Buena muestra de ello es lo ocurrido en Puerto Rico a causa de dos brotes de dengue, uno iniciado en 2005 y otro en 2017. Al tratarse de cepas diferentes, no se logró elaborar una vacuna eficiente, por lo que se generó cierto recelo en la población hacia este tipo de fármacos. Como consecuencia, surgió un amplio movimiento antivacunas en la zona, que llevó a que sus miembros se negaran a que se le administren a sus hijos incluso las vacunas cuya eficacia lleva muchos años más que probada. El resultado fue un brote de sarampión; que, a pesar de no tener nada que ver con el dengue, sí que puede asociarse con él si se tienen en cuenta las relaciones sociales.

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La conclusión de esta investigación es que son muchos los factores que se deben contemplar a la hora de modelar la evolución de una epidemia. El coronavirus de Wuhan, por ejemplo, ha llegado a la población humana en plena época de gripe, por lo que es importante considerar la posibilidad de que ambos patógenos pudieran interactuar y, sobre todo, cómo responde la sociedad a ambos. Así, podrían obtenerse simulaciones más veraces y, como consecuencia, estrategias de contención más eficaces.

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