La naturaleza está repleta de compuestos con un gran potencial farmacológico, que pueden ayudar al ser humano a tratar todo tipo de enfermedades y síntomas. No hay más que recordar el origen vegetal de la aspirina o la utilidad que tienen en investigación sustancias de procedencia animal, como la leche del demonio de Tasmania.

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Pero, sin duda, los compuestos extraídos de animales más codiciados por la industria farmacológica son los venenos generados por algunos de ellos. Lo que a dosis elevadas puede ser mortal, en cantidades más bajas es capaz de salvar vidas. Puede parecer contradictoria, pero la vida es así. Por eso, un equipo de científicos de la Universidad de California y la Universidad de Queensland ha puesto recientemente su punto de mira en una toxina generada por el escorpión Black Rock australiano. Lo han hecho después de comprobar que tiene un papel fundamental en la sensación de dolor y que, también, puede ayudar a comprender mejor el dolor crónico, además de aportar información para la síntesis futura de tratamientos para él. Y lo más interesante es que lo hace actuando sobre la misma vía que nos hace llorar con la cebolla y estremecernos si nos pasamos con el wasabi.

Una toxina para el receptor del wasabi

TRPA1, más conocido como el receptor del wasabi, es una proteína presente en las terminaciones nerviosas sensoriales de todo el cuerpo, cuya activación permite la apertura de canales de sodio y calcio, implicados en la generación de dolor e inflamación.

En definitiva, según ha comparado el autor principal de este reciente estudio, Lin King, es como una especie de alarma de incendios, que avisa al organismo de la presencia de un compuesto peligroso del que debe retirarse. Estas alarmantes sustancias se conocen como electrófilos reactivos y se encuentran en un gran número de compuestos a los que nos exponemos de forma cotidiana. Por ejemplo, está en el humo de los cigarrillos y el aire contaminado, de ahí que a menudo ambos induzcan la producción de tos y secreción nasal, que ayudan a bloquear su entrada al organismo. Además, se encuentran en ciertos ingredientes alimentarios picantes, como la mostaza, la cebolla, el jengibre, el ajo y, por supuesto, el wasabi. Cuando estas sustancias se encuentran en las plantas de las que proceden, su objetivo es precisamente ahuyentar a los animales dispuestos a comerlas.

Ante esta certeza, el equipo de King sabía que era muy posible encontrar en el veneno del escorpión alguna toxina que actuara sobre TRPA1. Y, efectivamente, la encontraron. Se trata de una proteína corta, bautizada como "toxina del receptor de wasabi" (WaTx), que parece actuar solo sobre el receptor de mamíferos, por lo que su intención debe ser disuadir a estos depredadores concretos. Dar con ella fue un éxito, pero resultó aún más interesante al comprobar que su mecanismo de acción era diferente al de otras toxinas.

La toxina que entra sin llamar

La primera peculiaridad de WaTx fue que, al contrario que otras toxinas peptídicas (compuestas por proteínas cortas), no utiliza canales para entrar en la célula, ni es fagocitada por ella, sino que pasa directamente por las membranas. Dicho de un modo sencillo, si la célula fuera una casa no necesitaría puertas para entrar, pues podría hacerlo a través de cualquier pared.

Este hallazgo fue el primero que llamó la atención de estos científicos, pues en un futuro podría servir para transportar fármacos al interior de las células de una forma sencilla.

Pero eso no era todo, ya que una vez dentro su forma de unirse al receptor del wasabi era muy diferente a la habitual. La mayoría de sustancias, como el humo del tabaco o los vegetales picantes, alteran el nexo de unión a TRPA1, facilitando que un canal de sodio y calcio se abra y se cierre rápidamente. Esto permite la entrada de ambos iones al interior de la célula, provocando dolor e inflamación. Aunque los dos pueden penetrar, se da preferencia al paso de calcio, potenciando la inflamación. Este es un mecanismo que, si se mantiene, da lugar a lo que se conoce como dolor crónico.

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Todo esto es muy diferente en el caso de la toxina del escorpión, ya que en su caso se encaja en el nexo y deja abierto el canal durante más tiempo. Además, se elimina la preferencia por el calcio. Como resultado, los niveles generales de iones son lo suficientemente altos como para provocar una respuesta al dolor, pero los niveles de calcio permanecen demasiado bajos para iniciar la inflamación.

Esa era la teoría, pero era necesario comprobarlo, por lo que King y el resto del equipo inyectaron aceite de mostaza en las patas de ratones de laboratorio en dos formatos. En el primero solo se les administró esta sustancia, pero en el segundo también recibieron una dosis controlada de WaTx. Como resultado, en el primer caso los roedores experimentaron inflamación y características típicas del dolor crónico, como dolor agudo e hipersensibilidad a la temperatura y al tacto. En cambio, al administrarlo junto con la toxina, se observaron dolor agudo e hipersensibilidad, pero no la inflamación ni ningún otro síntoma.

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El hallazgo tiene un papel esencial en la comprensión del dolor crónico, como bien ha explicado en un comunicado de prensa Lin King: “La inflamación neurogénica es uno de los procesos clave que se desregulan en el dolor crónico. Nuestros resultados sugieren que se puede desacoplar la respuesta protectora del dolor agudo de la inflamación que establece el dolor crónico. Lograr este objetivo, aunque solo sea en principio, ha sido un objetivo de larga duración en este campo".

Aún queda mucho trabajo por delante, pero parece ser que los escorpiones y el receptor que se activa cuando nos pasamos condimentando el sushi hacen una gran pareja de cara al posible desarrollo futuro de analgésicos no opiáceos.

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