La dietiltoluamida o DEET es el más eficaz de todos los repelentes antimosquitos disponibles en el mercado hasta el momento. Fue desarrollado en 1944 por el químico Samuel Gertler, para que los soldados del ejército estadounidense pudieran utilizarlo en combate, en zonas frecuentadas por estos insectos.

Ni siquiera su propio descubridor tenía claro qué hacía que los mosquitos lo odiaran, aunque eso no era lo más importante. Al fin y al cabo, funcionaba. Sin embargo, en la actualidad el hecho de desconocer los mecanismos fisiológicos de los insectos que les llevan a aborrecer esta sustancia hace más complicado poder obtener otras alternativas. Por eso, un equipo de científicos de la Universidad Rockefeller y el Instituto Médico Howard Hughes lleva años manos a la obra, tratando de descifrar este misterio, cuya resolución final acaba de publicarse en un estudio de la revista Current Biology.

Crédito: Alex Wild (https://www.alexanderwild.com/ y @Myrmecos)

Con el punto de mira en el lugar equivocado

Las primeras teorías respecto al origen del desagrado de los mosquitos por el DEET apuntaban a que posiblemente se trataba de un olor molesto para su sistema olfativo.

Por eso, estos científicos desarrollaron en el laboratorio mosquitos con este sistema atrofiado, de modo que no pudieran detectar el aroma del DEET que los propios investigadores, convertidos en sus propios sujetos de investigación, se rociaron en sus brazos. Como era de esperar, los insectos que no habían sido mutados se alejaban de ellos, mientras que los que sí se modificaron se posaban sin miedo sobre las extremidades del equipo. Esto podría haber sido el fin de los experimentos, si no fuera porque terminaron sin picaduras. Los animales sí que se acercaban hasta su piel, pero una vez allí no se atrevían a succionar.

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Esto les llevó a cambiar su foco de atención y pensar que podría tratarse del sabor del repelente. Se sabe que las sustancias con sabor amargo les resultan desagradables, por lo que podría tratarse del mismo caso, ya que otro equipo de científicos había demostrado años atrás que el DEET sabía precisamente de ese modo. Para comprobar si podía ser esta la causa de que rehuyeran este principio activo, se aseguraron primero de que los insectos utilizados en el experimento no disfrutaban de los sabores amargos. Bastó con darles a probar, bien DEET, bien una sustancia amarga o un poco de agua con azúcar. Sin lugar a dudas, todos se lanzaron hacia la tercera opción, mostrando que, efectivamente, el otro sabor no les hacía ninguna gracia. Sin embargo, al colocar la misma sustancia amarga sobre sus brazos, no lograron librarse de las molestas picaduras, algo que sí consiguieron con el DEET. De repente, el sabor parecía dejar de ser el culpable.

A continuación comprobaron que si se colocaba sangre mezclada con DEET o sustancias amargas sobre una membrana, no tenían ningún problema con succionarla, pero que si era la membrana la que se embadurnaba con DEET sí que se mantenían distanciados.

Repelentes de nueva generación para combatir enfermedades transmitidas por mosquitos

Así fue como descubrieron que en realidad el origen de su repulsa estaba en las patas. Más concretamente en una especie de pelos, presentes tanto en las extremidades como en su pieza bucal, que les permiten detectar moléculas concretas, tanto agradables como desagradables. Por eso, era el contacto de estas vellosidades con el DEET el que les impedía aterrizar en los brazos de los investigadores.

Este es un gran hallazgo, pues conocer los mecanismos de desagrado puede ayudar a desarrollar otras alternativas, incluso más efectivas y baratas que la ya clásica dietiltoluamida. Hacerlo evitaría las molestas picaduras durante las noches de verano, pero también ayudaría a prevenir muchas enfermedades transmitidas por estos insectos. Con un objetivo como este, vale la pena arriesgar la propia piel, como hicieron estos intrépidos científicos.

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