Hoy es el Día Internacional de la Mujer y la Niña en la Ciencia. Una jornada dedicada a promover vocaciones científicas entre las más pequeñas, pero también a dar a conocer la figura de todas esas mujeres que a lo largo de la historia dedicaron la vida a la ciencia, a pesar de las trabas que suponía para ellas el simple hecho de pertenecer al sexo femenino.

Algunas consiguieron el reconocimiento que merecían, como Marie Curie con sus dos premios Nobel. Otras, en cambio, tuvieron que ver cómo otros eran premiados por los logros que ellas habían conseguido, a veces sin apenas tomar partido en ellos. Muchas puede que incluso cayeran en el olvido hasta el punto de que a día de hoy no se sepa quiénes son.

La carta de Marie Curie que aún mueve conciencias más de un siglo después

Afortunadamente, las cosas en la actualidad son algo diferentes, pero todavía queda mucho por conseguir para que una mujer científica tenga las mismas oportunidades que sus compañeros masculinos. Por eso son tan importantes los días como este y por eso es tan necesario conocer la historia de las que ya se fueron, porque para enmendar un problema no hay nada como aprender de los errores del pasado. Y en lo que se refiere al bienestar y el reconocimiento de las científicas, se puede decir que la historia ha estado plagada de errores.

Ágora, 2009

La mujer científica en la antigüedad

Normalmente se tiende a pensar que los derechos de las mujeres han mejorado con el tiempo y que, por lo tanto, cuánto más retrocedamos en la historia peor será el trato de la sociedad hacia las científicas. Sin embargo, en algunas civilizaciones antiguas, como la egipcia, muchas de ellas eran consideradas verdaderas eminencias.

De hecho, hay que mirar precisamente a esta época para encontrar el nombre de la primera mujer científica de la que existen registros: Merit Ptah. Vivió aproximadamente en 2.700 antes de Cristo, en el Antiguo Egipto. Si bien no se conservan documentos ni investigaciones escritos por ella, hay constancia de su existencia a través de una imagen en una tumba situada en una necrópolis cercana a la pirámide de Saqqara. Además, su hijo, que era sumo sacerdote, la describió como la “médico jefe”. Sí que hay algo más de información sobre Peseshet, a la que muchos conocen como la primera médica de la historia. Sin embargo, se cree que era al menos una generación más joven que Merit Ptah y, además, en ningún escrito se la cita como tal, sino como supervisora de las médicas de Egipto.

Más tarde, las mujeres empezaron a destacar también en otras disciplinas, como las matemáticas, la astronomía o la química. En la primera categoría destacó en el siglo VI antes de Cristo la Escuela Pitagórica, a la que podían asistir tanto hombres como mujeres. Entre ellas, una de las figuras más importantes fue la de Téano de Crotona, una matemática a la que se atribuyen varios textos de esta materia, pero también de otras, como la física o la medicina. Se conservan algunas de sus cartas y trabajos sobre poliedros y la proporción áurea. También se la conoce por ser posiblemente la mujer de Pitágoras, aunque sobran los motivos para recordarla por su trabajo, mucho más allá del hombre con el que se casó.

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La alquimia en la antigüedad comenzó como una disciplina de hombres, que poco a poco fue evolucionando hasta convertirse en lo que hoy conocemos como química. Pero también hubo mujeres que se adentraron en ella. El caso más conocido es el de María la Judía, una mujer cuya época no está del todo clara, aunque se cree que vivió entre el siglo I y III antes de Cristo. Se le atribuye la invención de varios aparatos e instrumentos de laboratorio y está considerada como la primera persona alquimista del mundo occidental. Sin embargo, para muchos no se conoce como la primera mujer química de la historia, pues ese título se le atribuye a Tapputi, una fabricante de perfumes que vivió en la antigua Mesopotamia babilónica allá por el año 1.200 a.C.

Pero, sin duda, al hablar de mujeres científicas en la antigüedad, una de las primeras que vienen a la mente es Hipatia de Alejandría, la matemática y astrónoma que vivió en dicha ciudad hasta su asesinato, en el año 415 después de Cristo. Aunque antes de ella vivieron otras muchas matemáticas, como la propia Téano, a día de hoy se la considera la primera mujer matemática cuya vida está relativamente bien registrada. Gracias a eso se sabe que destacó en la aritmética, la geometría y la astronomía y que también acostumbraba a dar clases de matemáticas y filosofía, tanto a paganos como a cristianos. Se sabe también que construyó un astrolabio y un hidrómetro, aunque no fue su inventora. A día de hoy se la considera un icono de los derechos de las mujeres y su figura suele estar muy presente en los movimientos feministas relacionados con la ciencia.

Edad Media: a la caza de brujas

Si bien en la antigüedad el trabajo de las científicas estaba bien reconocido, en la Edad Media la cosa cambió bastante, por lo que muchas mujeres dedicadas a la medicina o la alquimia fueron tachadas de brujas, perseguidas y ejecutadas por ello. Como mucho, se las dejaba trabajar como comadronas. A pesar de ello, sí que destaca el nombre de algunas médicas de esta época, como la italiana Trotula de Ruggiero. Fue la autora de varios escritos sobre medicina, especialmente en el área de la ginecología. Además, ejerció como profesora en la Escuela de Medicina de Salerno, un centro laico muy especial, por ser el único de este tipo que admitía la asistencia de mujeres.

Fue esta también la época en la que empezaron a construirse las primeras universidades de Europa. Sin embargo, en prácticamente ninguna se aceptaba que las mujeres asistieran a clase. Por eso, aquellas que quisieran realizar estudios superiores, tanto en ciencias como en otra materia, debían acudir a monasterios y conventos. En ellos, destacó la figura de profesoras como la abadesa Hildegarda de Bingen, quién también era abadesa, médica, compositora y filósofa.

Las mujeres en la Revolución Científica

Durante los siglos XVI y XVII tuvo lugar el periodo que a día de hoy se conoce como la Revolución Científica, con motivo de la notable evolución que experimentaron disciplinas como la biología, la física o la astronomía, en comparación con el periodo medieval.

En esta época destaca la figura de científicos como Isaac Newton o Galileo Galilei, pero también de muchas mujeres.

Seguía siendo un periodo complicado para aquellas que querían estudiar ciencia, pues las universidades seguían siendo reacias a acoger a mujeres en sus clases. Por eso, algunas de las mejores científicas de la época no estudiaron ninguna carrera. Este es el caso de la alemana María Sibylla Merian, quien en realidad solo había recibido formación artística. Como tal, destacó por el realismo de sus grabados y pinturas, entre los que destacaban las que realizaba después de observar concienzudamente las estampas que le ofrecía la naturaleza. Por este motivo, se la conoce como una de las primeras naturalistas de la historia, que además realizó grandes contribuciones al área de la entomología (la ciencia que estudia los insectos). También destacó en su labor en la clasificación de plantas. Tanto, que llegó a viajar por todo el mundo dedicada a este trabajo. Sin embargo, tras aparecer el método de clasificación de Linneo, basado en los caracteres sexuales, se denegó a las mujeres el permiso para trabajar en la reproducción de las plantas, por miedo a que se vieran influenciadas por el “libertinaje” de las mismas.

Mitos y realidades en torno a la historia de Isaac Newton

Otras conseguían tener acceso a tertulias científicas gracias a los privilegios derivados de su condición social. Este era el caso de Margaret Cavendish, una aristócrata cuya asistencia a los debates científicos de la Inglaterra del siglo XVII era tan frecuente que incluso se le llegó a dejar pasar en una ocasión a una reunión de la Royal Society. Gracias a los conocimientos que adquirió durante estas asambleas pudo escribir un gran número de trabajos, centrados en áreas muy diferentes de la ciencia.

Finalmente, algunas mujeres pudieron dedicarse a la ciencia en aquella época solo a través de sus maridos. Este es el caso de la alemana María Winkelmann. Aunque no tenía ningún título académico, desde pequeña fue una apasionada de la astronomía, gracias a las clases que le daba un amigo de la familia, autodidacta de esta materia. Tal era su amor por la astronomía que también terminó enamorándose del primer astrónomo real de Berlín: Gottfried Kirch. Tras su matrimonio, comenzó a trabajar junto a él, como su ayudante, llegando convertirse en la primera mujer en descubrir un cometa. Tras la muerte de su esposo, solicitó un puesto como astrónoma residente en la Academia de Berlín, pero su solicitud se le denegó por el simple hecho de ser mujer. A partir de entonces siguió ejerciendo la astronomía junto a su hijo, pero nunca pudo hacerlo por sí misma, a pesar de estar más que cualificada para ello.

Jacques Louis David, 1788

Ilustración: un poco de luz, pero no suficiente

Con la Ilustración, en el siglo XVIII las Universidades de toda Europa se vieron renovadas y algunas de ellas comenzaron a aceptar la entrada de mujeres. Fue así como empezaron a aparecer los primeros nombres de licenciadas y doctoras en disciplinas científicas. Una de las pioneras en conseguirlo fue la física italiana Laura Bassi, quien además se convirtió en la primera mujer en el mundo en ser nombrada catedrática universitaria en un campo científico de estudios. Este resurgir favoreció que aparecieran más mujeres científicas, pero no que se las tomara en serio en el mundo laboral. De hecho, muchas de ellas tuvieron que continuar dependiendo de sus maridos o familiares, igual que le había ocurrido a María Winkelmann un siglo antes. Este fue, por ejemplo, el caso de Caroline Herschel, quien en un principio solo pudo acceder al trabajo de astrónoma como ayudante de su hermano. Juntos, descubrieron el planeta Urano y estudiaron por primera vez astros situados fuera del sistema solar, entre otros objetos astronómicos. Afortunadamente, su trabajo sí que terminó siendo reconocido, al menos en parte, por lo que terminó convirtiéndose en una de las primeras mujeres científicas en recibir un salario por su labor.

Similar fue la historia de Marie-Anne Lavoisier, aunque en su caso no se dedicaba a la astronomía, sino a la química. También conocida como Madame Lavoisier, Marie Anne ayudaba a su marido Antoine en el laboratorio, anotando observaciones y diagramas en su libro de notas. Sus comentarios fueron de gran ayuda para el trabajo de este matrimonio de químicos, considerados como los padres de la química moderna, por haber ayudado a la alquimia a evolucionar hasta convertirse en una disciplina más parecida a la de hoy. Gracias a eso, Antoine es uno de los químicos más famosos de la historia. Marie-Anne no tanto.

Con la ilustración también se comenzó a dar importancia a las expediciones científicas, más allá de los viajes con motivos comerciales que habían dominado hasta el momento. Sin embargo, esta era una tarea reservada principalmente para hombres, por lo que estaba prohibido que las mujeres participaran en ella. Pero muchas no se rindieron por esta prohibición. Fue el caso de Jeanne Baret, una botánica francesa que en 1766 se embarcó como asistente del también botánico Philibert Commerson, en la primera circunnavegación francesa del mundo, en la que también estaba planeado realizar un catálogo de las especies halladas por todo el globo. Ella sabía que no se le permitiría subir al buque, con motivo de su género, por lo que decidió disfrazarse de hombre y permanecer así durante todo el viaje, hasta lograr convertirse en la primera mujer en dar la vuelta al mundo.

Siglo XIX: muchas profesoras, pero pocas investigadoras

En el siglo XIX la figura de la mujer universitaria comenzaba a convertirse en algo un poco más habitual, aunque aún seguían existiendo muchas trabas. De hecho, no fue hasta 1872 cuando se matriculó la primera mujer española en una carrera universitaria científica. Fue la catalana María Elena Maseras, cuyos pasos fueron seguidos por Dolors Aleu Riera y Martina Castells Ballespí, quienes también llegaron a doctorarse.
De cualquier modo, aun siendo algo más común en ciertos países que las mujeres estudiaran carreras científicas, su labor solía verse reducida solo a la enseñanza, de modo que si intentaban dedicarse a la investigación solo se encontraban trabas.

Este fue el caso de grandes matemáticas, como Ada Lovelace, quien pudo dar a conocer sus teorías gracias a la correspondencia que mantenía con el también matemático Charles Babbage. A día de hoy se la considera la madre de la programación informática, pero sin la ayuda de su colega habría tenido muy difícil que se la escuchara.

Historia de la Tecnología: Ada Lovelace, la primera programadora

Este fue también un periodo importante porque por primera vez se comenzó a hablar de mujeres en sectores de la ciencia que habían sido siempre exclusivos de los hombres. Buen ejemplo de ello es el de la británica Mary Anning, cuyos hallazgos en el campo de la paleontología contribuyeron a desarrollar cambios muy importantes en la forma en la que los científicos entendían la historia de la Tierra.

También fue muy importante el papel de la botánica Anna Atkins, quien no solo se recuerda por su trabajo con plantas, sino también por ser la primera mujer fotógrafa, además de la primera persona en publicar un libro ilustrado únicamente con fotografías.

Siglo XX: Las mujeres llegan al Nobel… y al espacio

Ya en el siglo XX, comenzó a tomarse más en serio el trabajo de algunas mujeres científicas, llegando incluso a poder ver sus nombres en el palmarés de los Premios Nobel. De hecho, no fue necesario esperar nada más que dos años, desde que comenzara a entregarse este galardón, para que Marie Curie recibiera uno de ellos, el de física concretamente. Esto fue en 1903, pero ocho años después, en 1911, se hizo también con el de química.

Como ella, otras nueve mujeres han obtenido este premio en categorías científicas a lo largo del siglo XX, y otras ocho en el XXI. Sin embargo, otras muchas tuvieron que ver en muchas ocasiones cómo un hombre-o varios- se llevaba el Nobel por un trabajo en el que ellas habían tenido mucho que ver.

Esto es lo que le ocurrió a Rosalind Franklin, quien aportó la imagen necesaria para que Watson y Crick descubrieran la estructura de la molécula de ADN, que les valdría el ansiado premio. Ella no lo recibió. A cambio murió joven, a causa de un cáncer posiblemente provocado por los rayos X que le habían ayudado a lograr la instantánea.

Rosalind Franklin, la mujer que descubrió la estructura de la vida

Tampoco fue galardonada Jocelyn Bell, a pesar de que fue ella la que observó por primera vez un púlsar, dando lugar al descubrimiento que valió el premio Nobel a su compañero Anthony Hewish.

Con el siglo XX llegó también la era aerospacial, una época en la que el hombre podía soñar por primera vez con llegar al espacio. ¿Pero podían las mujeres? En realidad sí, pero lo tenían mucho más complicado. Todo empezó en los años 60. Enviar humanos al espacio había dejado de ser un sueño, para convertirse en una meta alcanzable, que obsesionaba a rusos y estadounidenses por igual. En la Unión Soviética, en 1961 celebraban el lanzamiento exitoso al espacio exterior de la nave Vostok, en la que viajaba el cosmonauta Yuri Gagarin, que se convertiría de ese modo en el primer ser humano en viajar hasta allí. Pero la URSS también contaba con un equipo de mujeres cosmonautas, entre las que destacó Valentina Tereshkova, que en 1963 se convertiría en la primera mujer en viajar al espacio. Casi paralelamente, la NASA planeaba enviar algunos de sus hombres a la Luna, pero para eso era necesario realizar una serie de cálculos, para los que se comenzó a contratar a un grupo de mujeres afroamericanas, matemáticas, físicas e ingenieras en su mayoría. Algunas de ellas, como Katherine Johnson, destacaron entre el resto, llamando la atención de los directivos de la agencia espacial, que poco a poco fueron dándoles trabajo de más responsabilidad, convirtiéndolas en importantes impulsoras del primer viaje del ser humano a nuestro satélite.

Aún queda mucho por recorrer

Gracias a todas esas mujeres que lucharon para que la ciencia no distinga entre géneros a día de hoy las científicas tienen muchas más oportunidades que antes. Cualquiera puede estudiar una carrera de ciencias, muchas llegan a ser grandes investigadoras y la cantidad de ganadoras del premio Nobel iguala en 18 años a todos los obtenidos durante el siglo XX completo. Sin embargo, queda mucho por hacer. Las carreras de la rama sanitaria tienen una proporción muy alta de mujeres, pero no ocurre lo mismo en las titulaciones tecnológicas, en las que siguen siendo muy pocas. Cualquiera puede entrar, sí, pero culturalmente se sigue considerando una profesión masculina, de modo que a veces inconscientemente muchas niñas piensan que no es una carrera hecha para ellas. Esto es algo que ha sido denunciado recientemente por la Fundación Gadea Ciencia, en un comunicado que apunta a la desigualdad histórica, los estereotipos inconscientes o la falta de confianza como principales razones de que ocurra.

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Por otro lado, a pesar de la abundancia de mujeres en las titulaciones sanitarias, e incluso en los puestos más bajos de los centros de investigación, sigue siendo muy poco frecuente encontrar a científicas en los puestos de mayor responsabilidad. Esto puede deberse de nuevo a la falta de confianza, pero también a la desigualdad que existe a la hora de competir con compañeros por razones derivadas de asuntos exclusivamente femeninos, como la maternidad. Esto es algo que alertaban recientemente las científicas responsables de la campaña #ocientíficaomadre, en la que se quejaban de haber tenido que sacrificar parte de su carrera investigadora para poder traer hijos al mundo.

Queda por lo tanto muchísimo trabajo por hacer. Ojalá pronto no sea necesario celebrar días como el de hoy, porque las niñas sepan que podrán ser lo que quieran ser, en igualdad de condiciones, y las mujeres científicas no tengan que hacerse valer el triple que los hombres para poder lograr los mismos objetivos. Hasta entonces, vale la pena echar la vista atrás y apoyarse en todas estas heroínas de la ciencia para coger el impulso necesario para seguir mirando hacia delante.

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