Reed B. Bontecou disparó como nadie durante la Guerra Civil estadounidense. Entre mayo de 1864 y el final de la contienda, en 1865, fue el responsable de centenares de disparos lanzados por él mismo o sus subalternos. La inmensa mayoría tenían como objetivo soldados y se ejecutaron con precisión milimétrica entre las paredes del Harewood General Hospital de Washington. Ninguno de esos “tiros” dejó heridos. Ni muertos. Si a su paso quedaron viudas o huérfanos fue solo por las lesiones que habían padecido antes los combatientes en el campo de batalla. Es más, lejos de causar lesiones, cada nuevo disparo ordenado por Reed B. Bontecou contribuía a menudo a salvar vidas.

Bontecou era cirujano, no un militar al uso. Para ejecutar sus disparos no usaba revólveres, tampoco escopetas, pólvora o balas. Su arsenal lo componía la primitiva cámara fotográfica con la que durante más de un año se dedicó a retratar a los soldados malheridos que ingresaban en el Harewood General Hospital, donde empezó a ejercer de director en octubre de 1863. Antes, había servido en la Segunda Infantería en Troy.

Las imágenes que Bontecou tomó con su cámara durante las postrimerías de la contienda en formato carte de visite nos ayudan hoy a asomarnos a los horrores de la guerra que enfrentó a unionistas y confederados entre 1861 y 1865. En ellas inmortalizó —en una escala de grises— a veteranos cabizbajos con el cráneo fracturado, a jóvenes soldados que miran circunspectos a la lente con el muñón colgante de una pierna o un brazo recién cercenados y a oficiales que esperan pacientes a que el doctor de turno termine de vendarles sus heridas de bala.

Imágenes pioneras en medicina

Junto a Mathew B. Bray, Alexander Gardner, George Smith Cook o Timothy O´Sullivan, entre otros, Bontecou se convirtió en testigo de una de las primeras guerras que dejó plasmada su crudeza en fotos. Sobre el papel de albúmina quedaron fijados para la posteridad campos sembrados de cadáveres, morgues a cielo abierto, soldados mutilados, cadáveres rígidos y tendidos sobre tablones a la espera de un entierro precipitado… Tras sus instantáneas ninguna refriega volvería a aspirar a la épica sin enfrentarse al espejo descarnado de la fotografía.

A diferencia de Bray o Cook, Bontecou no pretendía que sus fotos retratasen la Guerra de Secesión o inmortalizasen a sus héroes y víctimas. No era ese su objetivo principal, al menos. Lo que buscaba con sus pacientes procesos de obturación era documentar las lesiones y los tratamientos, cómo llegaban los pacientes al hospital y cómo salían tras pasar por quirófano. Las suyas fueron fotos médicas pioneras. Tal era la vocación clínica que tenían que se usaron incluso para determinar las pensiones que recibirían los soldados heridos durante las batallas.

Antes de que Bontecou dejase la dirección del Horewood, en junio de 1866, ya finalizada la contienda, otros nombres se sumaron al suyo en el listado de pioneros de la fotografía médica norteamericana: Gurdon Buck, M.D. William Bell o Edward J. Ward. Según señala Blair O. Roogers, de ellos Buck —un hábil cirujano oriundo de Nueva York— es “probablemente el primer estadounidense que ordenó que se tomaran fotos de soldados heridos en la Guerra Civil”. Sus capturas mostraban las lesiones faciales con los que los militares entraban en quirófano y cómo salían después de que Buck les aplicase el bisturí.

soldado
Private George Ruoss, Co. G, 7th New York Volunteers (Wikimedia)

Aunque Bontecou o Buck fueron dos adelantados, otros pioneros les acompañaron en el aprovechamiento científico de aquella nueva técnica —hija mestiza de la industria y el arte— enraizada en las largas y tediosas capturas que Niepce y Daguerre habían logrado en la Francia de comienzos del siglo XIX.

Destacan las fotos e innovaciones de Albert Londe. Sobresalen las cronofotografías de Étienne-Jules Marey o Eadweard Muybridge para estudiar el movimiento. Y de forma especial —en el campo médico— la labor de Alfred François Donné en el Hospital Charité de París y Hugh Welch Diamond durante sus investigaciones en la década de 1850 en Twickenham. Antes incluso de que las librerías de Gran Bretaña empezasen a vender los primeros ejemplares del tratado de anatomía de Henry Gray, ilustrado con los detallados dibujos de Vandyke Carter, supieron ver las aplicaciones científicas de una fotografía todavía en pañales.

La sonrisa y el terror de Duchenne

Entre los nombres de aquellos años que marcaron la entrada de la fotografía en la medicina destaca el de Guillaume-Benjamin Duchenne de Boulougne, que nació en 1806 y murió cuando Amédée Bollée ponía a andar el primer coche a vapor, 70 años después. Su nombre lo han fijado a la historia —entre otras contribuciones— dos legados, salidos del mismo genio, pero tan distintos entre sí como el día y la noche, que resumen las investigaciones a las que consagró gran parte de su vida.

Uno es la denominada sonrisa de Duchenne, un gesto espontáneo y feliz, que —como descubrió el galeno francés— activa músculos situados en la comisura de los labios y el entorno de los ojos. El otro, las tétricas instantáneas de hace siglo y medio que lo muestran experimentando con descargas eléctricas sobre los músculos faciales de algunos de sus pacientes. En las fotografías se puede ver a un Duchenne de expresión concentrada —con la cara enmarcada por luengas patillas y de nariz ganchuda— dibujando muecas de incredulidad, terror, agonía… en el rostro de sus “conejillos de indias” gracias a varillas de estimulación con corriente que maneja casi como un alfarero de la expresión humana. Sus resultados los recogió en Mécanisme de la physionomie humaine, ou Analyse électro-physiologique de ses différents modes d´expression.

El día que frenamos una enfermedad rara editando el genoma

El vínculo de Duchenne con la fotografía científica no se quedó en el manejo de sus varillas eléctricas. Como recuerda el profesor José L. Fresquet, Charles Darwin incluyó imágenes suyas en su tratado sobre la expresión de emociones en el hombre y los animales, publicado en 1872, tres años antes de que Duchenne falleciese de una hemorragia cerebral en el París en el que había desarrollado su labor. Antes, le dio tiempo a dejar un valioso legado en el que destaca el estudio de la enfermedad hoy conocida como distrofia muscular de Duchenne (DMD).

Una gran aliada de la medicina y la ciencia

La incipiente fotografía médica no solo captó los avances quirúrgicos durante la Guerra Civil norteamericana o las contracciones que Duchenne lograba en el rostro de sus pacientes. Desde muy pronto se asomó también a los recovecos más oscuros de la anatomía humana. Hacia 1880 el estudioso de la voz Emil Behnke —de quien se llegó a decir que era un erudito “a medio camino entre el médico y el maestro de canto”— intentó captar las cuerdas vocales con la ayuda de una lámpara, lentes y reflectores. Por esa misma época el alemán Sigmund Theodor Stein impulsaba innovaciones técnicas para asomarse a la laringe.

Solo unos años después, en 1885, W. T. Jackman y J.D. Webster lograban la primera foto de una retina humana. Para obtenerla tuvieron que fijar a la cabeza del paciente —en el sentido más amplio de la palabra— un aparatoso artilugio, con lente y una especie de linterna incluidos. El sufrido “conejillo de indias” debió permanecer de esa guisa durante varios minutos. En 1893, Maximilian Nitze presentaba su trabajo “Fotografía de la vejiga urinaria humana” ante la Sociedad Médica de Berlín.

Así de extraño es el mundo a través de un microscopio

En los hospitales a los que llegaban por cientos los soldados norteamericanos con el cuerpo cosido a balazos, en el gabinete parisino en el que Duchenne electrocutaba a sus pacientes para ver cómo reaccionaban sus músculos o en la consulta de Jackman y Webster en la que su sufrido modelo posaba con una cámara y una linterna sujetas al cráneo, la fotografía se abrió paso poco a poco como una gran aliada de la medicina y la ciencia.

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