Cuando en 1654 Antoni van Leeuwenhoek abrió su propia tienda de tejidos en Delft, una villa holandesa surcada por canales, tenía sobradas razones para sentirse orgulloso. Con solo 22 años era un artesano respetado, un pañero metódico y un hombre hecho a sí mismo que salía adelante pese a haber perdido muy pronto a su padre. Nunca —ni en sus sueños más locos— se le hubiese ocurrido presentarse sin embargo como un referente de la ciencia europea. Menos aún como el impulsor de un nuevo campo de estudio: la microbiología. El tiempo ha demostrado que aquel humilde pañero fue además ambas cosas.

Leeuwenhoek nació en una familia de artesanos de Delft. Cuando era poco más que un niño perdió a su padre y tuvo que abandonar sus estudios para trabajar de dependiente en una pañería local, oficio al que se entregó con devoción. Con el paso del tiempo llegó a montar su tienda y —según relata Isaac Asimov en Momentos estelares de la ciencia— incluso ejerció de ujier en su ayuntamiento.

Nada en su vida apuntaba a que fuese a brillar más allá de la trastienda de su pequeño taller, donde cortaba y medía los rollos de tela. Nada, salvo su enconado celo por comercializar tejidos de gran calidad… y su curiosidad insaciable. Para examinar las telas que adquiría Leeuwenhoek empezó a experimentar con lentes de aumento. Su deseo inicial fue estudiar fibras y tintes, pero el universo en miniatura que descubrió bajo aquellos vidrios pulidos hizo que su atención se dirigiese muy pronto hacia otros objetos.

El científico que desveló la belleza que escondía una gota de agua

Los microscopios de van Leeuwenhoek

Poco a poco Leeuwenhoek logró fabricar artilugios cada vez más precisos, pequeñas lentes biconvexas que montaba sobre placas de latón, plata u oro y que permitían aumentar las imágenes unas 200 veces sin distorsiones. A lo largo de su vida el pañero fabricó cerca de medio millar de aquellos diminutos artilugios. A diferencia de lo que algunos creen, Leeuwenhoek no inventó el microscopio —ese mérito se atribuye a un compatriota suyo: Zacharias Janssen (1588-1638)— pero sí lo perfeccionó y aplicó como nadie lo había hecho antes.

Aquel virtuosismo al pulir vidrios se completó con una mente despierta y una genuina curiosidad científica. Con sus lentes de aumento escrutó gotas de agua, muestras de insectos, trozos de carne, cabellos, semillas… Durante sus estudios contempló bacterias, protozoos, espermatozoos —que denominó “animálculos”— y de forma independiente replicó parte del trabajo que había realizado en Italia Marcello Malpighi (1628-1694) con los glóbulos rojos y los capilares.

Leeuwenhoek compartió sus descubrimientos con la Royal Society, que al principio fue reacia a escucharlo y más tarde lo incorporó a sus filas. El pañero envió 26 de sus microscopios a la sociedad londinense y sus artilugios llegaron a despertar el interés de los mismísimos Pedro el Grande, zar de Rusia, quien aprovechó una estancia en los Países Bajos para visitar a aquel peculiar vendedor de telas, y María II de Inglaterra, a la que regaló varias lentes.

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Aunque plasmó sus observaciones en numerosos escritos, Leeuwenhoek siempre guardó con celo los métodos que empleaba para pulir y tallar vidrios. Cómo daba forma a aquellas potentes lentes que abrían las puertas al mundo microscópico era su secreto más preciado. Tras su muerte, en 1723 —víctima de una enfermedad que hoy lleva su apellido—, la mayoría de sus artilugios se perdieron. Del medio millar que fabricó apenas se conserva una decena: piezas de latón y plata de entre 68 y más de 200 aumentos. La historia de una de esas reliquias es casi tan sorprendente como la de su peculiar creador.

El artilugio de Leeuwenhoek que acabó en España

En la década de los 80 las autoridades holandesas decidieron dragar los canales de Delft —los mismos a los que se habían asomado Leeuwenhoek o el pintor Johannes Vermeer— para limpiarlos. Durante los trabajos se retiró una gran cantidad de lodo que se amontonó en los alrededores, donde sirvió de abono para la vegetación. En el fondo de los canales había algo más que cieno. Durante siglos y siglos bajo sus turbias aguas se habían decantado vestigios de la historia de Holanda: monedas, útiles de pintura, instrumental médico, piezas de barcas… Entre esos tesoros del pasado que reposaban en el fango había (por lo menos) uno de los microscopios fabricados por Leeuwenhoek, de quien se cuenta que cuando no estaba satisfecho con alguna de sus creaciones la arrojaba con rabia al canal.

Los coleccionistas eran conscientes del valioso patrimonio oculto entre el limo. Tras los dragados —e incluso mucho después— se dedicaron a rastrear la zona con sus cedazos, encorvados y con los ojos abiertos de par en par para distinguir cualquier objeto que brillase entre la hierba. Uno de esos “cazatesoros” rescató una pieza metálica a la que no dio demasiada importancia. Medía apenas 5 centímetros, estaba herrumbrosa y era difícil aclarar si se trata de la herramienta de un médico o la de algún viejo pintor. En 2014 salió a subasta en eBay por 99 dólares junto a otras antiguallas.

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La pieza despertó el interés de Tomás Camacho, un doctor español apasionado por los microscopios. Desde miles de kilómetros de distancia el galeno presentó una oferta de 1.500 euros con la que ganó al resto de pujadores. Cuando poco después el lote llegó a sus manos comprobó con la ayuda de los mejores especialistas -entre ellos Brian J. Ford, del Cavendish Laboratory- que su intuición no le había fallado. Los exhaustivos análisis a los que se sometió el artilugio confirmaron que se trataba de uno de los microscopios originales de Van Leeuwenhoek, fabricado hacia 1680. De hecho, es el único de todos los que se conservan que está totalmente autentificado.

Según explicaría más tarde Camacho a El Mundo, el vendedor había encontrado la pieza mientras barría el entorno de Delft con un detector de metales. El artilugio de Leeuwenhoek acumulaba polvo dentro de un bote junto a utensilios de pintura. Si su descubridor hubiese conocido la historia de Leeuwenhoek podría haberse retirado en el mismo instante en el que su máquina señaló la lente. Solo unos años antes, en 2009, la prestigiosa galería Christie´s había subastado otro microscopio similar de Van Leeuwenhoek por casi 400.000 euros. El paradero actual de esa pieza de plata es un misterio. Quizás por esa razón, el valor que podría adquirir hoy el ejemplar que brotó del fango en Delft supera el medio millón de euros.

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No hace falta pagar tanto para asomarse a uno de los microscopios que convirtieron a Leeuwenhoek en el primer hombre en contemplar bacterias. La pieza rescatada del fango forma parte de la colección Camacho & Pallas —formada gracias al galeno y a la doctora Estrella Pallas, especialista en Otorrinolaringología en el Hospital Álvaro Cunqueiro de Vigo—, que podrá contemplarse hasta el 23 de septiembre en la muestra La luz y la lente del museo MARCO de Vigo.

Además del microscopio de Leeuwenhoek la exposición incluye otro tesoro: una edición original de Micrographia, el tratado publicado por Robert Hooke (1635-1703) en 1665 y que se considera uno de los pilares de la microscopía. En su Historia de la Ciencia el escritor John Gribbin apunta que el volumen inglés “fue tan eficaz para abrir los ojos de la gente al mundo a pequeña escala, como lo fue el Mensajero de las estrellas de Galileo para despertar la atención de la gente con respecto al universo a gran escala”. Es muy probable que las páginas de Micrographia fuesen las que inspiraron a Leeuwenhoek para mirar más allá de sus paños y asomarse a nuevos parajes microscópicos.

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