Estudios recientes muestran que el simple hecho de permanecer algún tiempo en silencio restaura el sistema nervioso. Además, Imke Kirste, de la escuela universitaria de medicina de Duke, ha descubierto recientemente que el silencio se asocia con el desarrollo de nuevas células en el hipocampo, la región cerebral clave asociada con el aprendizaje y la memoria. También está, como hablamos anteriormente, Luciano Bernardi, quien encontró que dos minutos de silencio estabilizan más los sistemas cardiovascular y respiratorio que la música categorizada como "relajante”.

Sin embargo, siendo específicos, el silencio total no existe. En ausencia de sonido, el cerebro tiende a producir representaciones internas. A veces recordamos sonidos antiguos, otras seguimos reproduciendo el inmediatamente anterior y otras tenemos monólogos internos.

Los momentos de reflexión son necesarios

La verdad es que hablar con nosotros mismos sólo requiere un par de cosas: soledad y silencio, y no estar haciendo otra cosa. Inevitablemente la reflexión se da cuando le damos oportunidad de hacerlo ya sea internamente o efectivamente hablando solos. De hecho, existe quien no necesita soledad ni silencio y le vale con abstraerse —la capacidad de estar solos rodeados de gente—. No obstante, la reflexión no siempre es positiva, a veces se da el caso que las personas aparentemente más seguras de sí mismas tienen las conversaciones más destructivas consigo mismas. El típico líder que delante de los demás parece absolutamente convencido de lo que va a decir pero cuando se queda solo piensa juicios críticos: “¿Qué sucede contigo? ¡Sonó todo horrible!”, existe porque mentalmente no planea, solo se pone nota después de actuar.

Sin embargo, mayoritariamente la autoreflexión trae consigo mejoras efectivas. Por ejemplo, la investigación que Giada Di Stefano, Francesca Gino, Gary Pisano y Bradley Staats llevaron a cabo en operadoras, demostró que los empleados que pasaron 15 minutos al final del día reflexionando sobre las lecciones aprendidas mejoraron su competencia en un 23% después de 10 días con respecto a los que no lo hicieron.

Fuera del entorno laboral, este otro, hecho a viajeros del Reino Unido, encontró un resultado similar. Cuando los que viajaban se tomaban un tiempo para pensar y planear su día, fueron más felices, más productivos y se cansaron menos durante el viaje que las personas que no lo hicieron.

Y, si tan bueno es, ¿por qué no lo hacemos más? Hay muchas razones por las que a las personas no les gusta quedarse en silencio consigo mismas sin hacer nada, pero la causa fundamental en los tiempos modernos es el sesgo hacia la acción.

El fenómeno se puede explicar con este estudio. En él defienden que, en los penaltis, los porteros profesionales que se quedan en el centro de la portería hasta el último momento, en lugar de lanzarse a la izquierda o a la derecha, tienen un 33% de posibilidades más de detener el disparo. Sin embargo, 32 de los mejores porteros profesionales sólo permanecen en el centro un 6% del tiempo, entonces no pueden soportarlo, apuestan por un lado y se lanzan. ¿Por qué? Los expertos lo llaman sesgo de acción, uno de los sesgos cognitivos menos conocidos. Cuando no sabemos qué hacer, pensamos que lo mejor es hacer cualquier cosa, lo que sea, a fin de romper con la incertidumbre y el vacío. Irónicamente es justo lo opuesto al “sesgo de omisión”: aquel que nos bloquea a hacer cuando tenemos miedo al resultado. Parece que no nos da miedo sólo el resultado, también nos aterra la ausencia de resultado.

Diversos estudios han demostrado que, precisamente, son los más veteranos los que más tardan en intervenir en un asunto, probablemente por tolerancia a la incertidumbre desarrollada tras la experiencia. Lo que Warren Buffett llama “el arte de dejar pasar las pelotas”. La capacidad de permanecer en la nada, pensar sin actuar y esperar a que ocurra algo.

La mayor parte de psicólogos creen que este sesgo se origina a partir de razones evolutivas: nuestros antepasados tenían que ofrecer respuestas muy rápidas a las diversas amenazas que les presentaba el entorno. Si bien también hay detractores que ofrecen argumentos del estilo: “Lo peor que puedes hacer frente a un león es correr, si nuestros antepasados no eran capaces de permanecer en la inacción, estarían todos muertos”.

Lo que está claro es que los tiempos modernos poseen más situaciones en las que lo mejor que se puede hacer es no hacer nada. Nuestros días se parecen más a un juego de estrategia en el que hacer más no siempre es mejor, moverse a veces es peor que no moverse en lo absoluto, pensar puede ser más productivo que improvisar aunque pensando no hagas nada, si piensas algo y no lo dices te salvas de decir muchas tonterías que no pueden ser recuperadas…

Desgraciadamente, la reflexión puede sentirse como estar en el centro de la portería y tener que lanzarse a un lado. Falta la acción y eso duele. Estás planeando pero no haciendo, y no hay nada que en este siglo se vea peor que no estar haciendo.

Dirán que escoger sus batallas también es hacer algo, efectivamente. Pero no se siente así porque a veces es difícil ver un retorno de inversión inmediato en la reflexión —sobre todo en comparación con todos los otros usos del tiempo de una persona que se considere ocupada—. Además, huelga decir que el resultado de una profunda reflexión puede no gustar y sentirse como una pérdida porque, como decíamos, muchas veces se comete el error de sólo reflexionar en examen retrospectivo, no de cara al futuro: normalmente se ven primero los aspectos que se podrían haber hecho mejor y nos duelen las deficiencias observadas; tanto, que no pensamos en cómo paliarlas sino en defendernos del sentimiento. Al fin y al cabo, en nuestra cabeza nos creemos todos mejores de lo que somos y la reflexión rebate ese argumento.

Al final, lo que está claro es que, a pesar de los desafíos que supone reflexionar y no hacer absolutamente nada, el impacto es claro. Como Peter Drucker dijo: “A partir de la reflexión, vendrá una acción más eficaz”.

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