Muchas veces no encontramos la manera de conseguir que nuestras fotografías, esas que hemos estado haciendo durante el último viaje nos terminen de gustar. Tenemos claro que dominamos todas las cuestiones técnicas, que sabemos medir la luz gracias al histograma; además estamos abiertos a cualquier novedad que nos permita mejorar… aún así pocas veces podemos estar orgullosos.

El único culpable, en la mayoría de los casos, es el fallo en la composición, que no es otra cosa que

el arte de agrupar las figuras y accesorios para conseguir el mejor efecto, según lo que se haya de representar

si leemos el diccionario de la Real Academia de la Lengua.

Se escribe y se cuenta mucho sobre este tema. Hay defensores acérrimos de reglas básicas y fundamentales para crear una buena obra y otros que niegan la existencia de tales normas. En estos artículos vamos a situarnos en el punto medio. No todo se queda reducido a una serie de normas, y también manda el sentido común. Una pequeña guía siempre ayuda pues nadie nace aprendido y muy pocos son Cartier-Bresson, que se sepa sólo hay uno y los demás le imitan.

Todo surge de la necesidad de plasmar en una hoja de papel lo que estamos viendo en la realidad, a través de nuestra percepción. En un paisaje uno puede destacar la calidad de la luz, otro los matices de colores y aquel admira el excursionista que avanza. Por lo tanto, lo primero es tener claro qué es lo que queremos destacar para que llame la atención al futuro espectador. Por lo tanto,  no podemos hacer las fotografías sin pensar (sobre todo cuando estamos empezando). Todas deben tener un motivo, un objeto o situación que nos empuja a disparar. Y no vale decir para tener un recuerdo, eso se lo dejamos al turista que todos llevamos dentro y que siente la necesidad de colocarse frente al monumento importante una y otra vez (nuestra misión es dejarle reducido a la mínima expresión).

Cuando tenemos claro el protagonista principal de nuestra foto, empezaremos a valorar todo lo que le rodea, si aporta información o la complementa, si hace confusa su forma o interfiere en el mensaje que hemos pensado. Este es un buen momento para ser capaces de eliminar todo lo superfluo. Tenemos que recordar que el ser humano, por naturaleza, tiende a la sencillez; por ejemplo, el lenguaje cada vez es más económico, decir más cosas con los menores recursos posibles; se pasó a la grandeza del latín a la sencillez y rotundidad del castellano.

Con el paso anterior claro, podemos empezar a pensar cómo vamos a disponer las cosas en el sensor. Las relaciones del objeto con todo lo que le rodea, las proporciones, el orden, la repetición y la simetría serán las encargadas de crear la tensión de la imagen y ese es nuestro objetivo, y lo que vamos a intentar aclarar.

La disposición de los objetos en un plano bidimensional viene muchas veces regida por la intuición o por la casualidad. Una buena fotografía surge en una fracción de segundo, cuando el fotógrafo mira a través del visor y decide en ese momento que todo está correcto. Pero es importante tener la mente preparada para distinguir lo bueno de lo malo. En definitiva, encontrar un equilibrio compositivo entre las formas de una imagen. Aunque conviene recordar que muchas de las cosas que nos gustan son fruto de una convención de siglos.

La composición, si tomamos como fuente la pintura, puede ser cerrada, en caso de que todo gire en torno a un motivo central; o abierta, que se organiza en torno a un eje lateral o a un punto de fuga fuera de la imagen.

Existe también la composición unitaria, donde todos los elementos están interrelacionados e interesa más el todo que las partes; y su contraria, la composición no unitaria, en la que los elementos funcionan individualmente.

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