Hay un axioma que sostiene que las comparaciones son odiosas. Lo creemos al pie de la letra: contrastar una obra con otra similar se nos hace de mal gusto; equiparar una entrega actual con los trabajos previos del autor es un ejercicio chocante. La ley, empero, tiene un corolario: las comparaciones son odiosas pero necesarias. Necesitamos crear un marco de referencia para mirar la evolución (o el retroceso) de un creador, situar a una obra en un espacio particular dentro de su universo particular. Deseamos clasificarla como un refrito, un homenaje, un derivado, una copia, un clon, un plagio, una reinterpretación, una imitación, una parodia, una anomalía, un referente, una precuela, una secuela, una versión o cualquier etiqueta que quiera incluir.

Dicho esto, Prometheus es un prólogo.

Eso es lo que nos ha entregado Ridley Scott: una historia que, como definiría la Real Academia Española, es "desligada en cierto modo de las posteriores, y en la cual se representa una acción de que es consecuencia la principal, que se desarrolla después." Una película, en términos simples, que no corresponde a la continuidad de su serie principal. Una cinta que no necesita de un conocimiento previo de sus actos subsecuentes (si acaso, la noción de que existen), pero que nos invita a asomarnos después. Vaya, que Alien no necesita de Prometheus para explicarse ni viceversa, como indicaría el canon de la precuela según San Hollywood.

Es esta naturaleza semi-independiente la que, más que una ventaja, representa un hándicap para Scott. Con el mismo problema que Lucas y las precuelas de Star Wars, el director necesitaba meterse de nuevo en su universo para alargar el mito. ¿Hacia dónde ir en una saga que, como continuación, nos entregó una casi paródica Alien vs. Predator? En respuesta, Ridley se fue al inicio. Muy, muy al inicio.

Con Prometheus, el cineasta nos manda a cuestionarnos nuestro propio origen. ¿Quién nos creó? ¿Por qué estamos aquí? El descubrimiento de un patrón en diferentes grabados de culturas milenarias -un arranque á la Stargate- nos sitúa de inicio en una expedición espacial llevada por la corazonada de un par de científicos y la superstición de un millonario. Nada más, sino el hombre impulsado por el deseo de saber a través de creer. Así, de pronto nos hallamos a la mitad de un mundo hostil e inexplorado en búsqueda de una respuesta. ¿No es ésa la alegoría perfecta?

Sin embargo, en su afán por construir una historia abierta, el guión pierde estabilidad en muchos momentos. Esto provoca que nos nos sea imposible conectar con la mayoría de los personajes (muchos, desperdiciados; otros, con una participación anecdótica). Si una de las virtudes de Alien fue la compenetración del espectador con los tripulantes de la nave, en Prometheus esa parte está ausente. Sólo Noomi Rapace y Michael Fassbender consiguen librarse del olvido. La primera, porque la trama gira prácticamente alrededor de ella; el segundo, porque nos brinda una actuación escalofriante, asombrosa.

El poder principal de Prometheus está en lo estético. En la escenografía, los paisajes son poderosos, imponentes, abrumadores. Dan la impresión de mirar un escenario contra natura (al estilo, quizá, de los parajes plasmados en la obra de H.P. Lovecraft). Esa ambientación de que combina rareza y familiaridad permanece durante toda la cinta, con una sensación constante de disonancia entre lo bello y lo macabro. Lo que nos rodea es hermoso en sus propias e indistinguibles reglas. En ese sentido, el trabajo de arte de Giger es encomiable. Su visión nos permite estar lo suficientemente conectados con la saga de Alien para no perder de vista la relación, pero se demarca a tiempo para darnos algo singular.

Al final, es resultado es dispar. "Prometheus" cumple su cometido para darnos un punto de referencia sobre la saga, con una estética memorable, una dirección bien llevada (las secuencias de acción de Scott son patrimonio de la Humanidad) y la actuación sobresaliente de Fassbender. No obstante, si ha de ser juzgada con mayor rigor, el guión se sostiene con alfileres en varios momentos y la empatía con los personajes secundarios es casi nula (si acaso, Idris Elba se salva por los pelos). Vale la pena verse, claro, pero con la mente bien centrada en que se trata de una apertura. Un origen, como plantea Scott, con más dudas que certezas. No es una advertencia para bajar las expectativas, sino para prevenir las decepciones.

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