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La competitividad -y las trampas- en el deporte apuntan hacia la genética. Después de advertir que los atletas podrían aumentar sus capacidades mediante alteración de sus genes, los científicos ya buscan métodos de detección. Pese a que aún no se ha presentado ningún caso, el Comité Olímpico Internacional tiene prohibido el dopaje genético desde 2003.

Sin embargo, el plano hipotético cada vez se acerca más a la realidad. Algunos científicos han afirmado haber sido contactados por entrenadores profesionales, quienes preguntaban si ciertas drogas en fase de prueba animal podrían ser aplicadas a los atletas. Por ejemplo, en 2007, el entrenador de pista alemán Thomas Springstein fue descubierto tratando de obtener muestras de Repoxygen, una droga experimental genética que detona la producción de células rojas.

Otro caso se dio hace dos años, en los Juegos Olímpicos de Beijing, cuando un doctor chino no identificado ofreció inyecciones de células madre a un reportero alemán que se hacía pasar por un entrenador. Por esta razón, ya se trabaja en la detección de estas alteraciones desde una nueva perspectiva: en lugar de rastrear las sustancias (como en un examen común), se buscan los cambios en la expresión genética y la producción proteínica. Los primeros sospechosos son la eritropoyetina (la proteína aumentada por el Repoxygen); genes para la producción de miostatina y factor de crecimiento insulínico tipo I; y las PPARs, una familia de proteínas que regulan el metabolismo.

Aún queda mucho por avanzar en este tipo de estudios, pero los controles antidoping no quieren rezagarse. La historia del deporte nos ha mostrado que las sustancias para el mejoramiento del desempeño siempre están a la avanzada, resultando en drogas cada vez más difíciles de detectar. Pero esta vez, la investigación genética puede darle a la ciencia un paso adelante en la carrera contra los tramposos.