Y sí, ¿quién si no? Pero Steve Jobs, con su vida, su pasión y su tragedia se convirtió en algo más que una personalidad. Ya es un mito.

2011 fue su año. El CEO más valioso del mundo (si hay alguna duda comparen su accionar con el de Leo Aphoteker de HP, por ejemplo) fue durante estos meses título de tapa en más de 1000 diarios en todo el mundo. La "pasión y muerte" del hombre que "inventó" el iPhone, en la mayoría de los medios, se muestra gráficamente de igual manera: una sucesión de fotos que lo van disponiendo, a diferentes edades, junto a distintos productos... Es decir, se lo ve veinteañero, en los ‘70, blandiendo su arqueológica computadora Apple y Apple II. En otra imagen, sonríe como si fuera dueño del mundo (¿acaso no lo era?), en 1984, mientras presenta la primera Macintosh. Aparece vital, a los 46, dando a conocer el iPod. Luego su salud empieza a decaer, y lo notamos -en ese carrusel de fotos recurrentes de casi todos los medios- más flaco, calvo, junto al iPhone; y, en otras, ya espigado y preso del cáncer, alzando -como puede- el iPad.

El resultado de esa serie de imágenes, vista una tras otra, como si fuera una animación foto por foto, es categórico: mientras mejores eran sus productos (bellos y mágicos), más débil, más vulnerable, se lo veía a Jobs. El símbolo es claro: el de una energía que viajaba desde su cerebro a cada una de sus "creaciones". El gurú más importante del nuevo milenio tuvo su propia pasión, en el amplio sentido del término. Le puso el cuerpo. Dejó la vida en sus dispositivos.

Steve Jobs no fue un genio al estilo Stephen Hawking ni un científico de la estirpe de Newton o Einstein. Tampoco fue un nerd a la manera de Bill Gates o de Mark Zuckerberg. Steve Jobs fue un visionario (aunque ser un visionario en estos tiempos te obliga a ser un tanto nerd, un tanto genio, y siempre científico).

Jobs era un idealista, a su manera. O mejor dicho, un esencialista. Sus discursos no tenían nada que ver con el de sus competidores (a saber: IBM, luego Microsoft, hoy Google). Mientras los argumentos de venta de la mayoría de sus rivales se ceñían a las características de los dispositivos o programas (que eran más rápidos, que tenían más memoria, que costaban menos) los argumentos mediáticos de SJ siempre giraron por otros ejes: el de cambiar el mundo, el de ser diferentes (aún cuando sonaran mejor como slogans marketineros que como reales intenciones de cambio).

Él sabía que la manera de llegar a su público y moldearlo es centrarse en los por qué, en la esencia. En la película "Los piratas de Silicon Valley" hay una escena en la que Bill Gates y Steve Ballmer (popes de Microsoft) ven una de las típicas presentaciones de Jobs -él con su polerita y jeans gastados, sin cinturón- y el público coreando su nombre. Ballmer se preguntaba a sí mismo: "¿Cuándo se convirtió esto en religión?"

Esta otra anécdota es más conocida. Dicen que convenció a John Sculley para que dejara su puesto de presidente en Pepsi y se pasara a la marca de la Manzana con una de sus típicas armas, la seducción mediante la provocación: "¿Querés vender agua azucarada el resto de tu vida, o querés hacer historia?", le preguntó.

Una meta. En sus diferentes empresas (Apple, Next, Pixar y después Apple nuevamente) tuvo un sólo objetivo: enfocarse hacia los productos. Sus máquinas, sus dispositivos, sus programas tenían que ser los más bellos y los mejores, sin tener en cuenta costos o esfuerzos para desarrollarlos. Aunque a veces sus empleados hayan tenido que trabajar hasta 56 horas seguidas para lograr la meta planteada (aunque era el sueño de muchos, sería una pesadilla compartir empresa con Jobs). O que algunos de sus lanzamientos (los más) fracasaran por su alto precio. O que lo terminaran echando de su propia empresa por considerarlo caprichoso e inmaduro. El producto, el diseño y los detalles no se negociaban.

Sólo seguía corazonadas. Una de sus citas favoritas era la de Henry Ford: "Si hubiera preguntado a mis clientes que necesitaban, hubieran dicho que un caballo mejor". No creía en los focal groups, ni en los dictados de las tendencias. Sí, fue un ególatra; pero de tanto escucharse a sí mismo.

Fue un tipo simple con mensajes simples. Su famoso discurso de la Universidad de Stanford (2005), fuera de contexto, no se aleja demasiado del tenor de cualquier librito de autoayuda. Pero hay una diferencia: su decir fue coherente con su manera de vivir. Cuando Jobs, de toga y birrete, dijo que no hay que temerle a la derrota, es porque masticó polvo varias veces. Fue rechazado por sus padres biológicos, vivió la pobreza y lo expulsaron de la empresa que fundó. Pero se levantó siempre, recordando qué era lo que quería hacer en principio.

"Estamos orgullosos de lo que hacemos y de lo que no hacemos", dijo alguna vez. Le faltó decir que también estaba orgulloso de sus fracasos. Y cuando Jobs dijo que "la muerte es posiblemente el mejor invento de la vida. Retira lo viejo para hacer sitio a lo nuevo", es porque aprendió a convivir con el cáncer. Aprendió a aprender de la muerte.

"Recordar que vas a morir es la mejor forma que conozco de evitar la trampa de pensar que tienes algo que perder. Ya estás desnudo. No hay razón para no seguir tu corazón".

Esencialista, simple, coherente, detallista. Y también déspota, obsesivo y egocéntrico. No es que supo ver el futuro. Fue el que mejor entendió el presente.

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