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Fuente: Pixabay.

Las calles de Kupchino están cortadas por el mismo patrón que la mayoría de áreas suburbanas de Rusia. Salpicada de bloques de apartamentos y amplias avenidas, con un diseño trazado casi con escuadra —roto solo por el esqueleto herrumbroso de alguna grúa abandonada—, pocos días hay que rompan la monotonía del distrito, situado en la zona sur de San Petersburgo.

Los coches que zumban por las carreteras que atraviesan de lado a lado el barrio y el trasiego de trenes y metros ponen la banda sonora. Allí —con ese telón gris e industrial de fondo— nació en 1965 el expresidente Dmitri Medvédev, cuando la ciudad aún llevaba el nombre del líder de la revolución de 1917.

La monotonía suburbana de Kupchino saltó por los aires en marzo de 2010. Un enjambre de reporteros locales y del resto de Rusia, corresponsales extranjeros, cámaras, micrófonos, unidades móviles… se desplegaron por las calles del distrito sur de San Petersburgo para interrogar a sus residentes sobre la dirección de quien acababa de convertirse en su vecino más famoso, más incluso que Medvédev: el matemático Grigori Perelman.

El matemático que renunciaba a los premios

El 8 de marzo de 2010 el Clay Mathematics Institute anunció que otorgaría a Perelman el primero de los galardones reservados para quienes resolviesen alguno de los siete Problemas del Milenio. Con el premio, el instituto pretendía distinguir al sabio de Kupchino por haber despachado la conjetura de Poincaré —ahora teorema, gracias a las aportaciones de Perelman—, un reto que traía de cabeza a los matemáticos desde 1904.

El premio no solo suponía una distinción internacional para el matemático ruso. Venía acompañado además de una recompensa de un millón de dólares —cerca de 854.600 euros—, cifra más que jugosa para un matemático de 44 años retirado que compartía un viejo apartamento con su madre y sin más fuente de ingresos conocida que sus ahorros, la pensión de su progenitora y los escasos rublos que arañaba impartiendo clases particulares.

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La perspectiva de entrevistar a uno de los matemáticos más grandes del siglo XXI suponía un auténtico caramelo para los periodistas. Si aún por encima esa eminencia acababa de ganar un premio que lo haría millonario por resolver uno de los retos “del milenio”, su atractivo se multiplicaba. Ni una ni otra razón explican sin embargo el enjambre de reporteros con el que amaneció Kupchino en marzo de 2010. Lo que en realidad despertaba su interés era el carácter excéntrico de Perelman y las dudas sobre cómo reaccionaría al conocer la decisión —esperada, por lo demás— del Instituto Clay.

Años antes, en 2006, Perelman había renunciado a la Medalla Fields, el considerado como Nobel de las Matemáticas. Sus logros con la conjetura de Poincaré llevaron a la Unión Matemática Internacional (IMU, en sus siglas en inglés) a escogerlo para el célebre galardón, que ese año se concedía en Madrid. Para asombro de sus colegas —muchos suspirarían todas sus vidas por alzarse con la presea— el ruso rechazó el premio. No era la primera vez que lo hacía. En 1996 ya había declinado una distinción que la Sociedad Matemática Europea destina a jóvenes talentos. Cuando sus directivos le comunicaron que era un firme candidato, Perelman se negó a aceptar el galardón. Incluso amenazó con montar un escándalo si no reculaban.

La reacción de Perelman

A pesar de su grandísimo talento y de los premios que llamaban a su puerta, en los años 90 Perelman empezó un aislamiento que se intensificó en 1996. Poco a poco dejó de responder correos, empezó a comunicarse con sus colegas solo cuando los necesitaba para sus investigaciones, declinó discutir teorías… El culmen de esa deriva hacia la soledad llegó a finales de 2005, cuando renunció a su puesto en el Instituto Steklov.

La Medalla Fields colma de prestigio y honores a sus galardonados, pero su retribución económica está muy lejos de la que acompaña al Nobel. Sus premiados reciben unos 10.000 dólares. El galardón del Instituto Clay es otro cantar: con el millón de dólares que ofrecía, Perelman y su madre podían solucionar su futuro. Tal vez en el pasado el ruso rechazase los reconocimientos y el dinero, pero… ¿Se mantendría en sus trece cuando estaba en juego un millón de dólares?

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Cuando en marzo de 2010 los periodistas al fin dieron con el apartamento de Perelman y llamaron a la puerta se toparon con un hombre envejecido. Su aspecto recordaba más al de Rasputín en sus horas bajas que al aura de los grandes sabios despistados, como el propio Henri Poincaré o Bernhard Riemann. El pelo rizado y canoso le caía sobre los hombros y enmarcaba una calva que revelaba el poco tiempo que pasaba bajo el sol. La barba se le desparramaba sobre el pecho. Lo que más llamaba la atención sin embargo eran sus ojos: grandes, profundos, dos luceros de un azul intenso que brillaban bajo cejas enmarañadas.

Perelman no atendió a los medios. No les permitió acceder a su casa siquiera. A través de la puerta cerrada se limitó a gruñir que no le interesaban lo más mínimo ni el premio ni la recompensa del Instituto Clay. “Lo tengo todo, no necesito el dinero”, farfulló a los periodistas desde el otro lado de la puerta de su pequeño apartamento de Kupchino.

El director del Instituto Clay se equivocó

Durante los meses siguientes el instituto —y a buen seguro San Petersburgo y Rusia entera— vivieron pendientes del estrafalario matemático. ¿Se mantendría firme? Un millón de dólares era una recompensa muy jugosa. ¿Cambiaría Perelman de postura? A principios de junio —poco antes de la Clay Research Conference de París en la que se preveía otorgar el galardón—, el presidente del instituto, Jim Carson, aún confiaba en que el sabio de Kupchino cambiase de parecer. “El señor Perelman se lo está pensando todavía. Probablemente está decidiendo en qué momento resultará más conveniente para él aceptar el premio. Aún no ha dado su respuesta final”, apuntaba Carson.

El responsable del Instituto Clay se equivocaba. Perelman sí tenía tomada su decisión. Según sus propias palabras, no quería “estar en exposición como un animal en un zoológico”. “No soy un héroe de las matemáticas. Ni siquiera soy tan exitoso. Por eso no quiero que todo el mundo me esté mirando”, razonó el genio ruso: “No estoy interesado ni en el dinero ni en la fama”.

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Con algunos reporteros Perelman incluso fue más explícito. En una entrevista concedida a Alexandr Zabrovski y de la que se hacía eco en 2011 el diario ruso Komsomólskaya Pravda, el matemático aseguraba saber “cómo manejar el Universo y llenar los vacíos”.

“Ahora díganme. ¿Por qué tendría que correr a buscar un millón?”, le espetaba al entrevistador. Ni los ruegos de los responsables del Instituto Clay, ni la carta de una organización benéfica que propuso a Perelman que aceptase la recompensa para donarla después surtieron efecto. El día de la ceremonia el sabio de San Petersburgo no acudió.

Perelman no recogió el premio. Tampoco el millón de dólares. Se convirtió así en el científico con la mayor y más importante colección de galardones desdeñados: el de la Sociedad Matemática Europea, la Medalla Fields y el cheque del Instituto Clay.

Grisha, el matemático soviético

¿Quién es Grigori Perelman, Grisha, como firma él… O al menos firmaba mientras estuvo en el circuito académico? El hombre que desenmarañaría el reto lanzado por Poincaré en 1904 nació en 1966 en San Petersburgo, cuando la ciudad aparecía aún en los mapas como Leningrado. Durante su infancia pocas pistas apuntaban a que terminaría convirtiéndose en uno de los grandes genios de las matemáticas del siglo XXI: era bueno con los números, pero no el mejor; y sobre todo tenía raíces judías, un punto de partida nada favorable en la Unión Soviética.

Cuando tenía apenas 10 años su madre, Lubov, una talentosa profesora de matemáticas, consiguió que Perelman accediese a la academia del Palacio de Pioneros de Leningrado. Entre sus paredes la robusta maquinaria educativa de la URSS empezó a formar al niño para —ironías del destino— convertirlo en una máquina de conquistar premios y reconocimientos.

Lo lograron. El apoyo de algunos de sus maestros —en especial Serguéi Rukshín— le permitió acceder primero al equipo olímpico de matemáticas y más tarde a la Universidad de Leningrado. El talento del que hizo gala durante su estancia en Estados Unidos —en los años 90— atrajo la atención de grandes instituciones, como los centros de investigación de Princeton y Tel Aviv.

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Fuente: Gtres

Años después Perelman iniciaría su lenta travesía hacia el aislamiento hasta casi desaparecer. Su regreso al circuito académico lo hizo al más puro estilo de los genios: el 2 de noviembre de 2002 colgó en ArXiv —una web en la que los investigadores suelen publicar trabajos antes de su aparición en grandes revistas— un artículo en el que afirmaba haber demostrado la conjetura de Geometrización.

En 2003 colgó la segunda parte y meses después, en julio de 2004, la tercera. El autor comunicó su publicación a algunos colegas, como el matemático Mike Anderson. Según recoge Rodrigo Fernández en un perfil publicado en 2010 por El País, de niño Perelman era reacio a realizar cálculos sobre el papel. Las ideas las cocinaba a fuego lento en su prodigiosa cabeza hasta que —ya maduras— las plasmaba por escrito. En 2002 hizo algo parecido con su trabajo sobre la conjetura de Poincaré.

Los artículos de Perelman condensaban sus pesquisas. Esa característica, sumada a que no siguiera el proceso que respetan habitualmente los artículos científicos —con el lento y engorroso ritual de informes, revisiones…— favoreció que otros matemáticos se pusiesen a trabajar en la misma dirección. Un equipo chino intentó apropiarse de su labor con el argumento de que el ruso solo había sugerido el camino a seguir.

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Tiempo después los expertos que mejor conocen al sabio de Kupchino reconocerían que ese intento por apoderarse de su trabajo supuso un duro golpe para el matemático. “Imagínese que el teorema es como un hijo, que en la infancia pasó por una enfermedad grave, durante la cual no sabía si sobreviviría o no. Mientras no has demostrado el teorema, mientras continúa siendo una conjetura, es como tu hijo enfermo. Grisha estuvo junto a la cabecera de ese hijo nueve o diez años, luchando por su vida y cuidándolo día y noche.

Por fin, el niño sana, crece y es fuerte y hermoso; pero te lo quieren robar y te lo secuestran. Para Grisha fue como un secuestro cuando trataron de apropiarse del resultado de su trabajo. No pudo aceptar que un teorema pudiera ser comprado, vendido o robado”, explicaba Serguéi Rukshín a El País. Otras voces inciden en su desencanto hacia el circuito académico de las matemáticas.

Más de una década y media después de asombrar al mundo con su genio, Perelman mantiene su encierro de asceta. Recluido en su apartamento de Kupchino, con la barba y el cabello desarreglados y la ropa remendada, evita convertirse en lo que él mismo llegó a tildar como “un mono de feria” mediático. Aunque se dijo que había abandonado los números y las fórmulas, en 2010 algunos medios titularon que estaba embarcado en otro reto: la demostración matemática de la existencia de Dios. De sus años de joven competidor soviético solo conserva su gusto por la música. De niño Perelman tocaba el violín. Hoy dicen que no es difícil encontrarlo en el gallinero del Teatro Mariínski, disfrutando de la buena ópera acomodado en las butacas más baratas.

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