Los conceptos de mundo conectado y de domótica han existido en sistemas desarrollados desde hace años. Ahora, pese a que seguimos hablando de futuro respecto al Internet de las Cosas, ya podemos pensar en que ese mundo conectado es una realidad. Si se habla de algo futurible es porque aún no están asentadas las tecnologías que pueden dar el empujón definitivo a su implantación. Con los smartphones modernos, por ejemplo, se hizo necesario desarrollar cristales muy resistentes a caídas y arañazos, capas capacitivas que permitieran utilizar los terminales con dedos, chips de GPS y módems 3G de bajo consumo energético...

Para el mundo conectado, las claves son redes 5G, conexiones Wi-Fi y Bluetooth de ultrabajo consumo energético, y, como hemos visto recientemente, nuevas fuentes de energía, nacidas, por ejemplo, a raíz del aprovechamiento de la luz ambiental con minúsculas células solares. Estas son las necesidades técnicas, pero las de enfoque, y los problemas que trae, no son menores. Y el más grande, que trataremos aquí, es cómo adaptar objetos que siempre han estado en consonancia con nosotros a una experiencia de usuario igual de buena, integrando y aumentando todas las capacidades que Internet o las redes domésticas concedan.

El smartphone moderno es el mejor ejemplo de cómo cuando se pensó en el gran público se pudo triunfar.
El smartphone moderno es el mejor ejemplo de cómo cuando se pensó en el gran público se pudo triunfar.

En ese sentido, es importante que nos mantengamos escépticos con llamar inteligente a cualquier dispositivo por el simple hecho de integrar Bluetooth o Wi-Fi. Desde el punto de vista tecnológico, es meritorio poner Internet en cualquier objeto de los hogares, que se haya conseguido reducir a tal nivel de tamaño los requerimientos necesarios para que se pueda conseguir todo. Pero para un mercado que aspira a ser masivo, y lo será, en su momento, es necesario hacer más fáciles las cosas, no complicarlas. Algo que aspira a estar en todos los rincones de nuestras casas no puede presentarse en un estado que complica algo que antes era muy sencillo, aunque no tuviera ventajas tecnológicas añadidas.

El pasado nos ha enseñado que la tecnología no en nada si no logra ser conveniente.

Esto se vio muy claro en los smartphones de los primeros años de la década. Incluso a igualdad de precio, la gente prefería sus teléfonos normales, porque a pesar de que en procesamientos de documentos o en consulta de páginas web podían existir ventajas, eran tan malos en el resto que el usuario llegaba a desesperarse. Es importante que el desarrollo comience por el nicho early-adopter, pero para cuando las cosas estén pensadas para ser parte de las vidas cotidianas, los emparejamientos o mil botones y configuraciones de objetos y aplicaciones deben haberse simplificado mucho.

El caso de los primeros coches con sistemas electrónicos o microondas digitales es paradigmático. Se integraron muchos modos y nuevas ventanas de información que objetivamente podían aportar mucho al usuario, pero se perdió la parte intuitiva de insertar el vaso, girar dos ruedas y calentar el agua o la leche. Lo mismo con el control de los paneles en los coches. Se añadió funcionalidad, pero a costa de la simplicidad.

Afortunadamente, se ha avanzado mucho en estos sentidos**, y esos y otros ejemplos deben enseñar que el Internet de las Cosas será sólo inteligente en la medida en que el usuario no piense ni un sólo segundo en lo que sacrifica. O bien eso, o bien que las ventajas que aporten eclipsen de tal manera a los contras que, como ha sucedido con las baterías de los smartphones, sean un mal muy menor frente a la satisfacción que ofrecen.

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