Hace unos días, unos amigos con los que solía tener una partida de rol de Star Wars durante la universidad me invitaron a regresar a jugar. Empecé con ellos hace seis años (¡!), en mi primer semestre como estudiante, y aún se reúnen cada uno o dos meses para rolear. Con las presiones de la licenciatura, cada vez le dediqué menos tiempo a acudir a las partidas, hasta que la abandoné casi totalmente.

Sé bien que los roleros no suelen gozar de la mejor fama, a menudo tachados como frikis o inadaptados sociales que reúnen en oscuros sótanos a jugar con dados y figuritas. Nada de eso. En mi caso, puedo decir que ha sido de las mejores experiencias de mi vida. Con el paso del tiempo, estableces grandes lazos de amistad con la gente con la que juegas, además de que recopilas anécdotas ("¿te acuerdas cuando derribamos ese crucero espacial?", es una de mis favoritas) que recuerdas como si hubieras estado ahí.

Jugar es bueno, sin importar qué edad tengas. Y no lo digo sólo yo. Roger Caillois, sociólogo francés y padre de la ludología, establece que el juego es, en esencia, una simulación. A través del juego nos permitimos ser otros en un mundo diferente, suscrito a otras reglas y normas. Jugar es una actividad libre, pero limitada bajo ciertas reglas (si no, pregúntale a un dirigente de partida qué sucede si no sigues sus mandatos).

Caillois llamaba a estos elementos el paidia y el ludus. Para él, el paidia significa lo activo, tumultoso, exuberante, espontáneo; en tanto que el ludus es lo que está atado a las reglas, sin ofrecer mucho espacio a la espontaneidad y la innovación. Lo que hace interesante al juego (sea de rol, un videojuego, o de otra naturaleza), es la tensión entre estos conceptos. ¿Cómo me libro de esta trampa sin romper las reglas? ¿Cómo logro ganarle a mi enemigo con las armas de las que dispongo?

Siguiendo un poco con lo teórico, Caillois destaca cuatro elementos del juego complejo: agón, alea, mimicry e ilinx. El agón se refiere a los retos: todo juego debe retarnos a conseguir algo. Vencer a un enemigo, sortear un obstáculo, salir de un laberinto... esas actividades nos impulsan a ser creativos para conseguir lo que buscamos. El alea consiste en lo azaroso, lo impredecible. A fin de imitar al mundo real, necesitamos un elemento de suerte. En el caso de una partida de rol, los dados ponen este elemento. Podrás haber realizado la estrategia perfecta, pero si te cae un 1, estás frito.

El mimicry exalta el sentido histriónico de nuestra personalidad. Significa, literalmente, imitar a otros, encarnarlos. Los juegos de rol se basan en este supuesto, en el de regirse bajo las características físicas y psicológicas de otro, sea un paladín heróico o un ogro deleznable. Si tu personaje es un noble monje, se espera que ayudes a los demás de tu partida. Por el contrario, si eres un detestable gnomo, nadie se extrañará si poner pies en polvorosa cuando aparezcan los enemigos en desbandada.

Al final, el ilinx* pone esa parte de caos y destrucción, similar a la sensación que buscamos experimentar al subirnos a una montaña rusa. Es el idea de romper con el mundo. ¿Dónde entra esa parte? Fácil, cuando cambiamos las reglas morales. En una partida de rol no está mal robar, ni saquear, ni matar. Es la destrucción moral la que facilita (igual que en los videojuegos) la catarsis emocional. No te pasa nada como jugador si te lanzas de cabeza contra un dragón de siete cabezas. Eso sí, no sé cómo salga de esa tu personaje.

Más allá de la justificación teórica que les he dado, los juegos de rol estimulan un ejercicio mental que fomenta la solución de problemas, la improvisación, y el ponerse en los zapatos de alguien más. Lejos de verse como una actividad alienante, deben entenderse como una forma de sociabilización, un aprendizaje lúdico, y por supuesto, como una diversión sana. Podremos tener mil argumentos técnicos a favor, pero el mejor que puedo darles es que pasarán un buen rato con los amigos. Así que, ¡a rodar dados, que el mundo es nuestro teatro!

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